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Capítulo VI: CONSIDERACIONES FINALES: REVOLUCIÓN Y REFORMA

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Específicas conjugaciones de factores políticos y culturales incidieron para que la modernización capitalista centroamericana generara condiciones para la movilización revolucionaria en algunas repúblicas, y para estrategias de reforma en otras. En las páginas que siguen se enfoca de manera conceptual la discusión de los capítulos precedentes, retomando las proposiciones generales con que se inició la exposición.

 

1.         EL CONTRAPUNTO ENTRE REVOLUCIÓN Y REFORMA

            La configuración de situaciones revolucionarias en Centroamérica obedeció a una conjugación de factores económicos, políticos y culturales que fue madurando a lo largo de décadas: tuvieron lugar en aquellos países en que las transformaciones de la economía (agroexportación , industrialización vía MCCA) y las tensiones que generaron (migraciones, desposesiones, proletarización, empobrecimiento) estuvieron enmarcadas por situaciones represivas o de exclusión política que llevaron a importantes sectores de población a adherir a formas alternativas de acción colectiva.

 

En Guatemala la contrarrevolución de 1954 precedió a la modernización capitalista; ésta tuvo como marco un estado represor. En El Salvador los cambios socioeconómicos se desenvolvieron dentro de la continuidad del estado oligárquico y militar hasta 1979 y de la incapacidad de los actores sociales emergentes para encontrar una fórmula política ampliada que incorporara institucionalmente al movimiento obrero y al campesinado; el regreso de decenas de miles de pequeños agricultores desde Honduras después de la guerra de 1969 agravó la presión sobre la tierra en departamentos como Chalatenango, Morazán, Usulután, San Salvador y puso en evidencia la incapacidad estructural del sistema político para procesar de manera no conflictiva las demandas populares. En Nicaragua la dictadura somocista auspició y reorientó en beneficio propio la modernización capitalista, antagonizando al mismo tiempo, aunque con desigual proyección, a las clases populares y  las fracciones de la burguesía marginadas del control del estado; los partidos tradicionales mantuvieron el monopolio de las actividades políticas legales reducidas a la celebración de elecciones manipuladas. En los tres casos, las limitaciones de los mecanismos políticos que deberían permitir la articulación en la institucionalidad del régimen de las demandas de los sectores afectados negativamente por las transformaciones en la economía y la sociedad, abrió el espacio a niveles desiguales de eficacia para la convocatoria a alternativas revolucionarias.

 

En los tres países se desenvolvió una estrecha y acumulativa interrelación de factores rurales y urbanos, que varios autores señalan como uno de los aspectos característicos de las revoluciones en sociedades agrarias en proceso de rápida transformación (Gugler 1982; Dix 1983; Walton 1984). Los cambios y rupturas en el espacio rural – desposesión campesina y proletarización, monetarización de las relaciones sociales, nuevos ritmos de producción  y trabajo, ausentismo de los nuevos dueños de la tierra y el capital, impersonalidad en las relaciones laborales, incremento del coeficiente de violencia y represión en las relaciones con la autoridad, migraciones y desarraigos--  se combinaron y potenciaron con las transformaciones en el ámbito urbano: hacinamiento, desempleo, inestabilidad, tugurización, y de hecho contribuyeron decisivamente a generarlas, al desplazar  hacia las ciudades a números crecientes de individuos. Se conjugaron asimismo diferentes espacios y modalidades de movilización y ruptura política. Esto fue particularmente notorio en Nicaragua, donde la lucha antisomocista tuvo en las ciudades el teatro de operaciones más espectacular y decisivo, y donde el campo y la montaña actuaron fundamentalmente como retaguardia. Pero también es evidente en Guatemala y El Salvador, donde los frentes de masas urbanos, el movimiento obrero y las movilizaciones estudiantiles jugaron un papel importante en la estrategia de las organizaciones revolucionarias.          

 

En Guatemala y El Salvador el estado desempeñó una función eminentemente instrumental respecto del bloque dominante. Éste consiguió mantener una notable cohesión, sin perjuicio de las contradicciones y tensiones internas, en particular cada vez que las fuerzas armadas trataron de desarrollar espacios de autonomía que pudieron llegar a confrontar a las clases dominantes tradicionales – sea porque las fuerzas armadas trataban de promover intereses de grupos no representados en el bloque dominante, sea porque se trataba de promover objetivos categoriales específicos de la institución militar que entraban en competencia con los de las élites. Esto permitió resistir mejor los embates revolucionarios, al mismo tiempo que dotó a todos los actores políticos de un perfil clasista relativamente marcado: de un lado, los obreros y campesinos, los pobres y los desposeídos; del otro, los sectores dominantes tradicionales y modernizantes, los ricos, los poderosos, y el estado autoritario como fórmula política de la clase. En Nicaragua en cambio la dictadura familiar de los Somoza brindó al estado y a su aparato militar una marcada autonomía respecto de las clases dominantes tradicionales. La naturaleza excluyente y el aislamiento creciente del somocismo y las condiciones estructurales particulares  a las que se hizo referencia más arriba, además de una estrategia explícita del FSLN, crearon las condiciones para el fraccionamiento del bloque dominante en nombre de la lucha democrática y antidictatorial y para el ingreso de elementos de las clases tradicionales a la alianza revolucionaria.

 

El surgimiento de organizaciones que apelan a la vía armada como forma de acceder al poder político y desenvolver desde ahí transformaciones socioeconómicas profundas de carácter antisistémico no plantea necesariamente, o inmediatamente, una amenaza al régimen político ni a sus clases dominantes, aunque sí a la aspiración de todo estado moderno al monopolio directo o indirecto del poder armado. Solamente cuando esas organizaciones consiguen reclutar cantidades significativas de población, organizarlas, orientar y conducir una movilización, y neutralizar la capacidad represiva del régimen, éste se encuentra efectivamente amenazado. Miradas las cosas desde este punto de vista, la cuestión del apoyo externo a las organizaciones revolucionarias, que constituyó un argumento central de las agencias del gobierno de Estados Unidos y de las derechas centroamericanas, asume una importancia secundaria. Es innegable que el gobierno cubano vio con simpatía el surgimiento de organizaciones revolucionarias que trataban de derrocar a gobiernos que apoyaban las políticas anticubanas de Washington; está fuera de toda duda también la retaguardia que para muchas de esas organizaciones representó la revolución cubana – pero no sólo la revolución cubana; piénsese en el apoyo de los gobiernos de Costa Rica y Panamá a la lucha sandinista contra la dictadura de Somoza. Sin embargo resulta excesivo adjudicar la capacidad de interpelación masiva de estas organizaciones y su amplia inserción en las masas populares, al apoyo material que pueden haber recibido desde el exterior. Al contrario, el acceso a ese apoyo parece haber estado ligado a la propia eficacia de su inserción en las masas y de su desafío al poder establecido.

Atrapados por la expansión del capitalismo agroexportador, sin alternativas significativas de empleo en las ciudades, sin posibilidades de articular eficazmente sus demandas en el sistema político, frustradas las expectativas creadas por el reformismo, víctimas de una represión preventiva que no discriminaba mucho, con un discurso religioso que justificaba la rebelión, no es difícil entender que sectores amplios de las clases populares en Nicaragua, Guatemala y El Salvador aceptaran, de un manera o de otra, las alternativas planteadas por las organizaciones revolucionarias. Algunos, por opción ideológica; otros, simplemente por falta de alternativas. Unos, mirando hacia delante, pensando en lo que podrían ganar. Otros, como un mecanismo de defensa para no perderlo todo.

 

En Honduras y Costa Rica los conflictos y las tensiones no estuvieron ausentes del desenvolvimiento de las relaciones políticas entre las clases. En la medida en que muchas de las demandas del movimiento obrero y sobre todo del campesinado tenían un carácter de confrontación a los avances de la modernización capitalista agroexportadora e industrial, la capacidad del régimen político para procesarlas fue objetivamente reducida, ya que esa modernización formaba parte de la naturaleza misma del régimen. Pero existieron condiciones políticas para que en ambos casos esas demandas pudieran ser articuladas en función de una dinámica interna al régimen político, antes que como un enfrentamiento a él.

 

Las dificultades experimentadas por la modernización económica en Honduras junto con la estrategia reformista del estado –los varios gobiernos militares ante todo- abonaron la legitimidad del sistema y restaron espacio al planteamiento de alternativas revolucionarias. La fuerza del enclave extranjero, la fragmentación regional de la clase dominante y su menor solidez económica, dotaron de una autonomía relativamente amplia al estado y en particular al ejército, que durante dos décadas se convirtió en el árbitro de las tensiones sociales y en impulsor de reformas. El sistema político institucional fue aceptado por todos los actores como la instancia legítima para la transacción de sus contradicciones. Es cierto que existieron en Honduras posibilidades objetivas por esto: por ejemplo, la mayor disponibilidad de tierras hizo que la tímida reforma agraria resultara menos conflictiva que, por ejemplo, en El Salvador. Pero la relación hombre/tierra, y la existencia de una frontera agrícola aún abierta, no fueron muy distintas en Nicaragua. En este caso sin embargo el régimen político apeló a la represión de las nacientes organizaciones campesinas y a la sofocación violenta de las presiones por tierra y por mejores condiciones de vida; los programas de reasentamiento y colonización del somocismo afectaron  una proporción muy reducida de agricultores y funcionaron básicamente como un instrumento para poner en producción tierras marginales de las que los iniciales beneficiarios fueron rápidamente desposeídos por terratenientes adictos al gobierno. En cambio, los militares hondureños buscaron más bien soluciones de compromiso y se convirtieron en un elemento de cohesión social en una etapa de cambios y tensiones.

 

En los años sesenta y setenta el elemento distintivo central de Honduras fue la reforma agraria, sobre todo en comparación con Nicaragua y, más aún, con El Salvador, y tanto en lo referente al acceso la tierra, como al fortalecimiento de las organizaciones campesinas. La expulsión de campesinos salvadoreños como resultado de la guerra de 1969 mejoró la dotación de tierras disponibles para el inicio de cierto reparto agrario sin riesgo de colisión con los intereses terratenientes, al mismo tiempo que creó expectativas positivas – no obstante los magros resultados- sobre la receptividad del estado a las demandas campesinas. El tipo de reforma agraria que se impulsó fortaleció la organización campesina y su sentido de eficacia política: fue una reforma agraria de ocupaciones de tierras, de negociación permanente entre campesinos, funcionarios y terratenientes.  No hubo una definición institucional a priori de las tierras que serían afectadas, sino que fue la “afectación” de facto, es decir la ocupación de las tierras por los campesinos mismos el detonante de la intervención estatal a posteriori. Naturalmente, eran los campesinos más activos y los más organizados los que más éxito tenían. La masividad y dinamismo de la organización campesina en Honduras, sólo comparable en América Latina con el caso de Bolivia, contrasta con la debilidad del movimiento sindical urbano y del sistema de partidos, y esto limitó las proyecciones de la movilización rural. Carente de aliados urbanos significativos, el movimiento campesino hondureño presionó por la apertura del sistema y su incorporación a él, mucho más que por sustituirlo. La relativa disponibilidad de los regímenes militares a las demandas sectoriales del campesinado y la existencia de condiciones materiales que permitían satisfacer parcialmente esas demandas sin tensionar significativamente las relaciones con los terratenientes, ayuda a explicar la aparente contradicción entre un sociedad signada por los niveles más amplios y apabullantes de pobreza y atraso en la región con la ausencia de movilizaciones revolucionarias significativas.

 

También parece haber desempeñado un papel en la estabilidad política de Honduras el carácter predominantemente inmigrante de la burguesía industrial modernizante, compuesta principalmente por familias de origen palestino, libanés y judío, con reducida inserción en la sociedad tradicional y menor prestigio social. La fuerte integración agroindustrial y financiera que tenía lugar por ejemplo en El Salvador y en menor medida en Guatemala no existió en Honduras; el corte intersectorial era aquí un corte también social, con un sector industrial interesado en tener acceso, vía instituciones crediticias y políticas estatales, a parte del excedente generado en el sector exportador.

 

La legitimidad del sistema político era mayor en Costa Rica, donde la modernización política fue anterior a la modernización económica. Nuevas instituciones y funciones estatales en el campo de la seguridad social, el reconocimiento legal de las organizaciones sociales, la articulación de las demandas políticas y sociales de las clases subalternas  través del sistema institucional, la eliminación de las fuerzas armadas, un sistema electoral decente, permitieron que campesinos y obreros pudieran reducir de alguna manera el impacto de los aspectos más disruptivos de la modernización económica. Sin perjuicio del efecto de la crisis económica de los ochentas sobre las clases populares y el progresivo endurecimiento del tratamiento de la “cuestión social” por el estado, no puede negarse la eficacia del sistema político costarricense para procesar las demandas populares más urgentes. Ni en Costa Rica ni en Honduras hubo ausencia de violencia o represión, pero éstas fueron sobre todo instrumento de sectores privados, o de representantes locales del estado, antes que un recurso de políticas del estado como institución nacional. Dicho muy simplemente: en ambos países la gente podía quejarse ante el estado por las tropelías de los poderosos, mientras que en los otros tres países era el estado el principal efector de violencia. En tales circunstancias, no había alternativa que acudir a los revolucionarios…

 

Tanto en Guatemala como en El Salvador y Nicaragua la formación de estructuras y organismos represivos tuvo un carácter preventivo, es decir, fue anterior al surgimiento efectivo de organizaciones revolucionarias armadas. La construcción de estados contrainsurgentes preventivos puede ser interpretada básicamente como una reacción ante el triunfo de la revolución cubana en 1959 y su rápido acercamiento a la URSS, y fue llevada a cabo con el poyo abierto y decisivo de agencias del gobierno de los Estados Unidos. Represión, fraudes políticos, proscripciones, golpes de estado, constituyen en estos tres países el enmarcamiento institucional de la modernización capitalista. Los tímidos intentos reformistas en los años sesenta en El Salvador y Guatemala terminaron rápidamente liquidados por golpes militares, cancelación preventiva de elecciones por la vía militar, o anulación de sus resultados cuando éstos favorecieron a las fuerzas emergentes. El acotamiento del sistema político en función de las élites tradicionales afectó al conjunto de la sociedad pero fue sentido con particular intensidad por los grupos medios urbanos --la pequeña burguesía de técnicos y profesionales con más educación que empelo y clientes; empleados públicos de magros salarios; estudiantes; periodistas, y otros-- y por el reducido proletariado industrial y de servicios, con el cual con frecuencia se superponían. La proscripción de los partidos políticos modernizantes, la represión de las organizaciones sindicales y el fraude electoral, los privaron de canales de reivindicación y avance, o disminuyeron su eficacia. La radicalización de estos sectores fue una respuesta al cierre de esas oportunidades institucionales. Privados de los recursos de la participación institucional, se voltearon hacia la activación de las masas populares, articulando sus propias reivindicaciones al malestar agrario y popular. Las demandas de democratización se fusionaron con las de justicia social.

 

La constitución preventiva de estados contrainsurgentes  partir del triunfo de la revolución Cubana también contrasta abiertamente con los casos de Costa Rica y Honduras. En Costa Rica la modernización política procedió a la modernización económica. La revolución de 1948 y su impacto en la sociedad y el estado permitieron la constitución de un sistema político constitucional, democrático y reformista, sobre la base de un sistema de alianzas relativamente amplio, hasta el punto de abolirse el ejército. Posiblemente sería excesivo afirmar que hoy Costa Rica es un estado absolutamente desmilitarizado, pero es innegable que la eliminación del ejército en los prolegómenos de la modernización capitalista significó dejar a las clases dominantes tradicionales sin su principal herramienta política. Existieron sin dudas respuestas violentas  a las movilizaciones populares, pero éstas provinieron fundamentalmente de la represión lanzada directamente por los terratenientes, ante la cual en general el estado se mostró receptivo a las reclamaciones de los afectados. El movimiento sindical creció dentro de un espacio de legitimidad institucional; a principios de la década de los setenta el 11% de la fuerza de trabajo del país estaba afiliado a sindicatos, frente a sólo 2% en Nicaragua y 5% en El Salvador. Con limitaciones que afectaron principalmente al Partido Vanguardia Popular (comunista) existió un juego político legal con cierta pluralidad de opciones; el sistema de seguridad social tuvo una vigencia predominantemente urbana, pero efectiva. Parece claro que el mejor desempeño de Costa Rica en materia de indicadores sociales tiene mucho que ver con la mayor apertura de las instituciones políticas a las demandas, iniciativas y movilizaciones de las organizaciones populares y con el reformismo social adoptado como ideología explícita de las principales fuerzas políticas.

 

El control doméstico del sector agroexportador tradicional (café) estaba política y socialmente consolidado en Costa Rica ya antes de la crisis de 1929, y sin amenazas significativas desde la izquierda o desde abajo. Para afrontar la crisis, se apeló a políticas regulatorias impuestas desde el estado, incluso por encima de los intereses inmediatos de la burguesía agroexportadora –el estado actuando como una especie de “capitalista colectivo”. Se dio de alguna manera una situación parecida a la que en la misma época se presentó en Argentina, sólo que sin ruptura institucional --como fue en el caso argentino. En Costa Rica la expansión de las funciones de regulación económica del estado tuvo lugar en el marco de una notable continuidad institucional porque ya antes de la crisis los exportadores eran el grupo gobernante. Se experimentó en consecuencia un amplio desarrollo de aparatos de intervención directa e indirecta dentro del sistema agroexportador tradicional. La cuestión de los alcances del intervencionismo estatal, que en el resto de la región se definió como un cuestión de clase –con las clases medias y la burguesía industrial emergente abogando por una intervención más amplia, y los grupos tradicionales en contra de ella- se planteó en Costa Rica como una cuestión interna a los grupos tradicionales y a su sistema de dominación, y quedó inscrita como una función normal del estado. Cuando, al calor de las movilizaciones y desajustes de la segunda postguerra, los sectores medios, el movimiento obrero, los pequeños agricultores, avanzaron sus propias propuestas de reforma social, ya había un aparato estatal desarrollado en condiciones técnicas, y en condiciones políticas a partir de la constitución del régimen político post-1948, de canalizar y dar expresión institucional  a buena parte de las demandas de los grupos emergentes.

 

En El Salvador, Guatemala y Nicaragua, el estado capitalista surgió explícitamente en la historia reciente, como un aparato abierto y sistemático de represión popular a partir de “la matanza” (como fue de uso referirse a la represión masiva de la revolución de 1932 en El Salvador, la contrarrevolución de 1954 en Guatemala, y la represión de las guerrillas del general Sandino en la década de los treinta. La legitimidad del estado era interna a las clases dominantes, y en lo que toca a Nicaragua ni siquiera a toda la clase dominante. En Costa Rica en cambio el estado emergió de los compromisos con los que se transó la revolución de 1948, que contemplaron un espacio para las presiones y las demandas de las clases y grupos subordinados. En Honduras el reformismo militar erigió al estado en una especie de árbitro que sin perjuicio de una orientación definitiva de clase, contempló siempre, como una de sus dimensiones constitutivas, la permeabilidad  a algunas de las demandas del movimiento popular, especialmente campesino.

 

El cierre del sistema institucional dejó  los perjudicados por la modernización capitalista sin posibilidad legal de articulación de sus demandas, quejas y reivindicaciones. Esto afectó de manera principal, por supuesto, a obreros y campesinos, y  a las comunidades indígenas. Pero también golpeó  los sectores medios urbanos e incluso  a elementos de la burguesía marginados por políticas específicas en beneficio de los grupos que lo controlaban directamente (la “competencia desleal” de la dictadura somocista o de los gobiernos militares guatemaltecos). Los fraudes electorales fueron importantes en el proceso de desplazamiento de los partidos centristas, o de importantes fracciones de ellos, hacia formas de oposición radicalizada. Por un lado, el cierre de posibilidades institucionales de expresión creó condiciones para que en muchos de los sectores empobrecidos y desplazados por la modernización capitalista pudieran echar raíces estrategias políticas de tipo revolucionario. Por el otro, el hermetismo del régimen político a toda iniciativa de reforma y a una participación política ampliada, y posteriormente niveles muy altos y generalizados de represión y de corrupción definieron posibilidades para la constitución de alternativas políticas –revolucionarias o reformistas- que enarbolaron la bandera de la democracia, con variados niveles de radicalidad y diferentes alcances en materia de transformación socioeconómica, como identificación fundamental. Incluso en el marco de estrategias revolucionarias, esta configuración particular del sistema político obligó –o permitió, según cómo se miren las cosas-- a la mayoría de las organizaciones a plantear fórmulas políticas que contemplaban la cuestión democrática, y la formulación de convocatorias nacionales multiclasistas, con diferentes grados de centralidad y eficacia. De la misma manera, la mayor o menor vinculación del poder político con las orientaciones de la Casa Blanca, y su mayor o menor dependencia directa y aparente respecto de agencias del gobierno norteamericano, habrían de determinar el mayor o menor espacio, dentro de las alternativas revolucionarias, para convocatorias antiimperilistas o de liberación nacional.

 

Un punto de diferenciación entre Guatemala y El Salvador por un lado, y Nicaragua por el otro, es la articulación entre el estado y los grupos dominantes.  Durante todo el período que estamos considerando la dominación de clase fue mucho más explícita en los dos primeros casos que el último. En Nicaragua el estado bajo la dinastía de los Somoza fue a un mismo tiempo el estado de la clase y el estado de la familia; una tensión entre una dominación impersonal y relativamente abstracta, típicamente capitalista, y un dominación de tipo patrimonial en el sentido weberiano; tensión que dotó al estado de una autonomía amplia respecto de los grupos dominantes. En Guatemala y El Salvador no hay dudas que el estado fue instrumentalmente el estado de una clase, y que la gestión gubernativa de los militares tuvo ese sentido básico, incluso cuando en la década de los setenta el ejército guatemalteco incursionó, como institución, en proyectos particulares de acumulación. Correlativamente, esto contribuyó a dar a las organizaciones revolucionarias salvadoreñas y guatemaltecas un perfil de clase también mucho más marcado que en Nicaragua y  limitar su capacidad de interpelación a los grupos de clase media. En Nicaragua la oposición de algunos segmentos de la burguesía agraria tradicional ligados al Partido Conservador a la “competencia desleal” de los Somoza en el terreno de la economía –especialmente después del terremoto de Managua de diciembre de 1972-, habría de crear condiciones para su aproximación al FSLN e incluso para el ingreso posterior de varios elementos de la clase al gobierno revolucionario.

 

Otro aspecto que distingue claramente al desenvolvimiento de los procesos revolucionarios en Guatemala y El Salvador, frente a Nicaragua, es el desigual desarrollo de los movimientos de masas. En los dos primeros casos destaca el ascenso de las luchas sociales- sindicales, barriales, campesinas, estudiantiles, indígenas- a lo largo de la década de los sesenta; este movimiento de masas habría de servir de base a las organizaciones revolucionarias, a través de alianzas y negociaciones, y de la constitución de frentes --y por lo tanto el reconocimiento de diferencias de perspectivas y enfoques, e incluso la existencia de contradicciones. Las organizaciones guerrilleras de Guatemala y El Salvador trataron de imponer sus orientaciones y estrategias a las organizaciones sociales y los frentes de masas con desigual éxito para unos y otros y para la movilización revolucionaria en su conjunto. Se desenvolvió una matriz de tensiones y negociaciones que no existió en Nicaragua. Aquí, al contrario, destaca la debilidad del movimiento sindical y popular frente al estado dictatorial de la familia Somoza. El movimiento campesino fue reducido, circunscrito fundamentalmente al departamento de Matagalpa; el movimiento obrero, en una sociedad con un proletariado pequeño y con altos niveles de empleo estacional, también era débil. De hecho, varias de las más importantes organizaciones populares surgieron directamente como parte del proyecto revolucionario del FSLN, en las que resultarían ser las postrimerías de la lucha antisomocista: la Asociación de Trabajadores del Campo, los comités de Defensa Civil (posteriormente Comités de Defensa Sandinista), la asociación de mujeres, y otras; la primera organización nacional de campesinos y medianos productores rurales data de 1981 --aparte de la efímera Confederación Nacional Campesina, fundada por el Partido Socialista de Nicaragua a mediados de la década de los sesenta, reprimida sin mayor dificultad por el régimen somocista[1]. Entre otras cosas. Esta situación puede contribuir a explicar la fuerte dependencia y reducida autonomía de las organizaciones de masas frente al estado después de 1979.

 

 

 

 

2.         CLASE, NACIÓN Y PUEBLO EN LAS REVOLUCIONES CENTROAMERICANAS

            El tipo de capitalismo agroindustrial que se desarrolló en Centroamérica modeló un estructura social en la cual el perfil clasista de los actores se articulaba con otros criterios de diferenciación: regionalismo y etnicidad entre otros. A su vez, la confrontación a sistemas políticos dictatoriales y represivos protegidos en manera diversa por agencias del gobierno de Estados Unidos hizo de la democracia y la soberanía nacional elementos tan importantes como la identidad social para favorecer la incorporación de ciertos grupos a la convocatoria revolucionaria. Es sabido sin embargo que diferentes grupos sociales, y en particular, diferentes clases sociales, enfocan la democratización y la afirmación de la soberanía nacional con alcances y proyecciones distintas.

 

En lo que toca  la estructura social, la descomposición de las economías campesinas, los procesos migratorios y el impacto reducido del proceso de industrialización en la generación de empleo contribuyeron a la formación de un vasto semiproletariado rural y urbano. La dependencia creciente del trabajo estacional en el campo y el tamaño reducido de la clase obrera industrial en las ciudades redujeron la diferenciación social del subempleo y el pequeño negocio y los oficios personales, generalizando la experiencia de trabajo asalariado parcial o estacional de tal modo que en todo el período analizado ella se hizo mucho más común que un campesinado o un proletariado “puros”. El medio urbano tendió a ampliar estos rasgos de una economía popular que unifica a los pobres y desposeídos de la ciudad y del campo, constituyendo una masa plebeya con una interacción fluida entre, de un lado, una estrategia de negociación y defensa incremental cautelosa, y movilizaciones y confrontaciones con las agencias gubernamentales. Se trata de sectores empobrecidos que aún no lo han perdido todo, pero a los que ya no les queda mucho que defender.

           

El caso del departamento de Chlatenango en El Salvador, que habría de convertirse en un ámbito de intensa actividad guerrillera, es ilustrativo.  A fines de la década de los sesenta la mayor parte de la fuerza de trabajo del departamento era no calificada, y se empleaba estacionalmente en las fincas de café, algodón  y caña de azúcar en los departamentos del centro y sur del país, o migraba a San Salvador y a Honduras. Existían relativamente pocos latifundistas debido al casi nulo desarrollo de la agroexportación por al pobreza de los suelos, siendo la ganadería extensiva la actividad principal. Se disponía de poca infraestructura y casi no había mercados locales. La provisión de servicios sociales era muy limitada; una muy alta proporción de los habitantes vivía en condiciones de pobreza extrema, especialmente en el campo, donde se concentraba 73% de la población del departamento. Chalatenango registraba la menor densidad de población del país: 81hab/km² en 1971, y al mismo tiempo uno de los niveles más altos de concentración de la tenencia de la tierra: 10% de las fincas acaparaba 75% de la tierra, y el 90% restante (fincas de menos de 10 mz) el 25%. En 1975 el desempleo abierto se calculaba en 40% de la fuerza de trabajo, debido a la poca generación de empleo de la actividad económica principal (Pearce 1986: 46 y ss.). Chalatenango no era, en modo alguno, uno de los polos dinámicos de l modernización capitalista, ni un punto de concentración del proletariado rural. Era, al contrario, un fondo de reproducción de una mano de obra semiproletarizada que migraba estacionalmente hacia los centros expansivos del capitalismo agroexportador.

 

Algo similar cabe para el caso de Guatemala. Varias de las áreas de mayor actividad insurgente en la década de los setenta fueron las correspondientes a departamentos empobrecidos que en las décadas anteriores había estado funcionando como abastecedores de migrantes estacionales a las fincas capitalistas de la costa sur: Quiché, Huehuetenango, San Marcos, sobre todo. Mientras que departamentos que no participaron de estos movimientos de población ni de la inestabilidad consiguiente, como Totonicapán, estuvieron relativamente al margen de la actividad guerrillera y de los operativos de contrainsurgencia (Paige 1983; Smith 1991; Wickham-Crowley 1992: 231 y ss.).

 

En ambos casos, más que el desplazamiento de los cultivos tradicionales por los de agroexportación, o que la sustitución de la parcela por un salario –como sugiere la tesis unidimensional de Williams (1986)-, esta combinación de acotamiento de las bases tradicionales de vida pero que aún no desaparecen del todo y es posible por lo tanto defenderlas, y unas alternativas que carecen de estabilidad, fue la que, conjugada con otros factores como los que han analizado en este mismo capítulo, movilizó a amplios segmentos de las poblaciones rurales (y urbanas) de algunos países de Centroamérica hacia la propuesta revolucionaria. Es ésta una situación que fue señalada por Wolf como particularmente conducente a la generación de situaciones revolucionarias en sociedades agrarias que están experimentando los embates del capitalismo agroindustrial (Wolf 1972: 397). Más que el crecimiento de una clase obrera industrial o agroindustrial en sí mismo, lo que favorece la actividad revolucionaria es la aparición de una mano de obra asalariada que todavía está estrechamente relacionada con la vida en las comunidades. La exposición al capitalismo simultánea con la preservación de cierta retaguardia en las aldeas y comarcas permite a estos trabajadores expresar un descontento potenciado por la pervivencia de las lealtades y las redes tradicionales.

 

El panorama urbano fue distinto. La insurrección sandinista muestra un perfil social con un claro predominio de estos segmentos que todavía no han sido proletarizados, y que posiblemente nunca lleguen a serlo del todo, pero que son empujados crecientemente hacia franjas marginales del mercado por la expansión del capitalismo industrial y comercial: asalariados ocasionales, “gentes de oficio”, pequeños comerciantes y buhoneros: una especie de pobresía urbanay semiurbana --en la medida que muchos de los residentes en las barriadas pobres también se incorporaban con su familia a las cohortes de trabajadores estacionales en las diferentes cosechas (Vilas 1984: cap. III, 1988a). Estos factores contribuyeron a dotar a las revoluciones centroamericanas de un perfil más popular que proletario, aunque también en esto se registraron diferencias, ya señaladas, entre Nicaragua por un lado, y El Salvador y Guatemala por el otro. Más que la hegemonía de una clase determinada, las revoluciones centroamericanas abrieron la perspectiva de la constitución de “la hegemonía del pueblo” (González Casanova 1984)

Este semiproletariado rural y su equivalente de la pobresía urbana constituyen siempre, en términos generales, los sectores políticamente más volátiles en sociedades agrarias sometidas a un rápido proceso de transformación capitalista (Dierckxsens 1981; De Janvry 1981). El deterioro de las bases de su inserción social y el clima de inseguridad consiguiente son particularmente fuertes en estos segmentos de la estructura social. Sus formas y canales anteriores de articulación social desparecen mucho antes de que surja medianamente clara una alternativa. Pierden acceso a la tierra pero no dejan de ser campesinos; se proletarizan pero no tienen un trabajo estable asalariado; la familia se resquebraja; deambulan de un lugar a otro. No tienen un lugar bajo el sol.

 

Las razones estructurales que operan en este sentido no son suficientes, sin embargo, para determinar la orientación y el contenido de las opciones políticas de estos sectores de población. La evidencia indica, al contrario, que el semiproletariado centroamericano ha contribuido a formar el sustento de opciones políticas de contenido muy diverso, aunque todas signadas por la acción colectiva violenta: en El Salvador, por ejemplo, en la constitución de las bases sociales de las organizaciones revolucionarias y de organizaciones paramilitares contrarrevolucionarias como ORDEN; en Guatemala, en el apoyo a las organizaciones guerrilleras y a las patrullas de autodefensa; en Nicaragua, de estos sectores surgieron los colaboradores del FSLN y los reclutas de la Guardia Nacional somocista –y posteriormente la base social de los “contras”.[2]

 

La crisis de las oligarquías centroamericanas tuvo lugar como resultado de los embates de un espectro amplio de fuerzas sociales: los sectores medios emergentes depauperados y algunos segmentos de la incipiente burguesía industrial, y las clases populares. A diferencia de las revoluciones burguesas de Europa, en las que el ataque al orden tradicional fue conducido por la burguesía apoyada en una amplia movilización de masas que carecían de expresiones propias de organización política, en Centroamérica el orden tradicional fue cuestionado ante todo por organizaciones que de una u otra manera expresaban la insatisfacción radicalizada de las masas, por más que la conducción de tales organizaciones estuviera a cargo de elementos salidos de las clases medias. Hubo, como señaló agudamente Torres Rivas, una acumulación de crisis oligárquica y crisis burguesa (Torres Rivas 1982: 39-69).

 

La autonomía con que contaban o a la que aspiraban las masas trabajadoras rurales y urbanas, y las reverberaciones anticapitalistas y socialistas de sus orientaciones y pronunciamientos, restaron vigor al cuestionamiento del orden oligárquico por las clases medias, ante el temor de verse superadas por aquéllas; la radicalización de los grupos disidentes del PDC salvadoreño no tuvo paralelo en Guatemala ni en Nicaragua. La acumulación de crisis produjo en consecuencia resultados ambiguos. Por un lado, forzó a las oligarquías a aceptar algunas transformaciones en el orden tradicional; la debilidad de los sectores  medios se vio compensada por la activación de las masas populares y las élites tradicionales no tuvieron más remedio que admitir algunas de las transformaciones demandadas por los grupos medios emergentes. Por el otro, obligó a las organizaciones que se apoyaban en las masas trabajadoras a moderar sus planteamientos clasistas a fin de no espantar a los grupos medios movilizados por demandas de democratización política más que por contradicciones con la estructura económica.

 

La convergencia de los sectores medios y las masas populares fue posible por su rechazo compartido del orden oligárquico; la convergencia de los grupos medios y las élites tradicionales se basó en su defensa compartida del orden capitalista. Naturalmente el alcance de la transformación del orden oligárquico era conceptualizado de manera diferente por las organizaciones que representaban a los grupos medios y las que representaban a las clases populares; del mismo modo que oligarquía y sectores medios divergían en cuanto al tipo de capitalismo que debía ser resguardado de los embates revolucionarios. Estas son divergencias teóricas pero que se plantearon de manera práctica y que tienen impactos concretos en las estrategias y políticas del estado tanto como en las acciones de quienes lo enfrentan. La revolución y la contrarrevolución centroamericanas implicaron, por lo tanto, conflictos en torno a qué tanto de capitalismo estaba en cuestión y qué tanto de capitalismo había que defender a muerte, más que un cuestionamiento global, o una defensa a ultranza, del mismo.

 

3.         DEMOCRATIZACIÓN Y CAMBIO SOCIAL

            Quince años de confrontación armada no permitieron el triunfo político de las demandas populares de transformación económica y justicia social, pero la orgía represiva y su generoso financiamiento externo no consiguieron acallar esas de mandas, ni impedir que finalmente ellas puedan expresarse legítimamente en un sistema político más abierto. La gente ha perdido el miedo y ha ganado la experiencia de la organización. Lo que consiguieron, poco o mucho, lo consiguieron gracias a la participación directa. El propio cambio en el discurso de los grupos dominantes expresa el reconocimiento de transformaciones profundas en la conciencia social. El socialismo no sustituyó al capitalismo y en vez de “Patria libre” se advierte una consolidación de la hegemonía de Estados Unidos. Pero los embates revolucionarios contra el orden oligárquico generaron, por acción o por reacción, la redefinición de los regímenes políticos y de las relaciones sociales, y el gobierno de Estados Unidos tuvo que sumarse a los esfuerzos en favor de la paz y alterar viejas alianzas. No pudieron eliminar el analfabetismo o la pobreza, la discriminación de género o la opresión étnica, la falta de trabajo o la desposesión agraria, pero terminaron con la resignación frente a ellas. Los centroamericanos saben, hoy, que es posible otra cosa, y la experiencia de la eficacia de la participación colectiva no ha caído en saco roto.

 

Las sociedades de Centroamérica emergen de este periodo traumático de su historia con un conjunto amplio de transformaciones: muchas de ellas no figuraban en la agenda revolucionaria, y algunas son, incluso, de signo distinto. Pero unas y otras difícilmente hubieran tenido lugar sin un desafío revolucionario al sistema de poder. Los movimientos revolucionarios centroamericanos fracasaron en su intento de cambiar de raíz los sistemas existentes, pero fueron factores vitales para las reformas políticas y sociales que de todos modos han tenido lugar en los años recientes, y de las que sin dudas habrán de sucederse en el futuro. Paradójicamente, la reforma social y política, que hace veinte o veinticinco años era vista con desprecio por los revolucionarios, ha resultado ser el fruto más consistente de sus luchas. Es posible que a los románticos este resultado parezca demasiado pequeño frente a la magnitud del esfuerzo popular y sus tremendos costos. Para este autor en cambio, los frutos recogidos tras esas décadas terribles señalan el primitivismo y la capacidad que aún caracteriza a algunas minorías dominantes en Centroamérica, que sólo aceptan la reforma cuando ésta es impuesta por un esfuerzo revolucionario.

 

La paz involucra, como mínimo, el cambio consensual del escenario y de los métodos en el procesamiento de los conflictos sociales y los proyectos políticos. Pero los conflictos siguen allí, y el cierre del ciclo de lucha armada no ha significado la solución de los problemas ni la superación de las contradicciones que lo detonaron. Para que la paz signifique  algo más que la administración hipócrita de un orden inicuo en el que vencedores y vencidos cohabitan mascullando su frustración recíproca, las organizaciones políticas y sociales deberán mantener el compromiso con las aspiraciones y las demandas populares de una vida más digna, aunque los métodos ahora deban ser otros.

 

“Es más fácil alcanzar un régimen político democrático que una sociedad que también lo sea”, escribió hace algunos años Torres-Rivas (1988), y el panorama actual de la región lo confirma. Corresponde preguntarse por consiguiente, qué perspectivas se presentan para la democratización amplia de las sociedades centroamericanas que están saliendo de los fragores de la revolución y la guerra, y qué posibilidades existen para que las organizaciones revolucionarias lleven adelante sus propuestas de transformación social en el nuevo escenario político.

 

Durante más de tres décadas la propuesta política de cambios sociales profundos socialistas, de liberación nacional, o democrático-populares estuvo asociada en Centroamérica a una estrategia de lucha determinada: la lucha armada. Ya se ha explicado que esta asociación puede ser interpretada como resultado de varios factores que han sido señalados en páginas anteriores: prolongados regímenes dictatoriales en la mayoría de los países, represión que obligó a los militantes de las organizaciones populares a refugiarse en la clandestinidad, fraude electoral sistemático. Las propuestas de democratización y de cambio social, es decir, de reforma política y socioeconómica, fueron excluidas de la política oficial, y expusieron a sus partidarios a la persecución, la cárcel, la tortura, el exilio, o la muerte. Con excepción de Costa Rica, los gobiernos hicieron que la democracia participativa, la justicia social, el acceso de la gente a recursos básicos y la satisfacción de sus necesidades más elementales se convirtieran en sinónimos de lucha armada, y erigieron a la lucha armada en sinónimo de cambio radical. Más aún, se tendió a considerar a la radicalización una función de la estrategia de lucha política, más que una cuestión referida a la profundidad, los alcances y la orientación del cambio político, socioeconómico y cultural.

 

Tras varias décadas de esta asociación, no debe sorprender que algunas organizaciones revolucionarias –ante todo las que surgieron y crecieron en este ambiente de violencia y represión– hayan tenido más éxito actuando en escenarios dictatoriales que en escenarios institucionalmente democráticos con convocatorias electorales, y se hayan sentido más cómodas manejando las dimensiones socioeconómicas de la democratización que sus ingredientes políticos y culturales. Los cambios de estilo en la dominación política de la década pasada colocaron a estas organizaciones semi políticas y semi militares bajo intensa presión.

 

El retroceso de los regímenes militares es un resultado combinado de las luchas populares, de las que esas organizaciones fueron activos participantes, y de las élites modernizantes que ven en el sistema de partidos y elecciones una vía para reducir el espacio en que aquellas se mueven. La transición de la dictadura (oligárquica) a la democracia (electoral) tomó de sorpresa a las organizaciones revolucionarias. En general, su reacción inicial consistió en rechazar los cambios “desde arriba” y descalificarlos por estar encaminados a engañar a las masas, o bien integrarse de lleno en el nuevo escenario dejando de lado, o posponiendo idefinidamente, las propuestas de transformación profunda.

 

La asociación de una estrategia particular de lucha política con una estrategia de cambio político, socioeconómico y cultural, tiene su equivalente de derecha en la reducción de un régimen político --la democracia-- a un método de consulta ciudadana –las elecciones- y guarda poca relación con la historia del socialismo y de la política popular. Las guerrillas y otras formas de lucha armada en América Latina se remontan a la década de los cincuenta pero los esfuerzos colectivos para el cambio social existen desde mucho antes. No obstante se registran casos recientes de abandono del compromiso con la transformación social a medida que el ciclo de luchas armadas que se abrió hace treinta años parece cerrarse. Esta es, en opinión de algunos observadores, la situación del sandinismo en Nicaragua (Vilas 1991b; Fernández Poncela 1992b), y también la que atraviesan algunas de las corrientes internas del FMLN en El Salvador, antes incluso de la firma de los acuerdos de Chapultepec (Béjar 1991; Miles y Ostertag 1989). Para algunos, estas mutaciones ideológicas deben interpretarse como prueba de madurez política; para otros se trata de vulgar oportunismo. En ambos casos, ilustran uno de los resultados efectivos de reducir el diseño global  del cambio socioeconómico, político y cultural, a una estrategia particular de conquista del poder del estado.

 

4.         ¿A DÓNDE VA CENTROAMÉRICA?

            Tres grandes desafíos se abren hoy a Centroamérica: democratización efectiva, desarrollo sostenido, equidad social. No son nuevos desafíos; es la vieja agenda de siempre, cuyo fracaso en ser cumplida –por la resistencia de los grupos dominantes y de los gobiernos de Estados Unidos, por el fracaso de las iniciativas reformistas, por las rigideces de la estructura- abrieron la puerta al ciclo revolucionario que hoy parece haber quedado atrás. ¿Hasta cuándo? La respuesta depende en buena medida de la capacidad de Centroamérica para hacer frente a esas tres cuestiones básicas.

 

La generalización de las prácticas electorales como mecanismo de competencia política a lo largo de la década de los ochenta inspiró un discurso triunfalista que anunció el retorno de la democracia a Centroamérica. Más allá del candor o el cinismo del anuncio: ¿qué significa este retorno de la democracia? ¿Significa regresar a las prácticas formales y fraudulentas del pasado, que contribuyeron a forjar la crisis revolucionaria, o un avance hacia procesos más plenos y más eficaces de participación política? El modo en que se transó el conflicto regional permite que ambas concepciones coexistan en la misma agenda de la democratización. Sin embargo, si ésta se pretende efectiva, lo peor que podría ocurrir es un retroceso a los estilos políticos del pasado.

 

Para que este retroceso ya no sea posible, la democratización de Centroamérica involucra sin dudas elecciones limpias, transparentes y competitivas –y ya se ha visto que no es poco lo que ha avanzado por este camino-, pero también más que eso. La democratización demanda un proceso amplio de construcción institucional que incluye tribunales honestos e independientes, vigencia efectiva de las garantías constitucionales y los derechos humanos, una efectiva subordinación de las fuerzas armadas y de seguridad a las autoridades civiles. Implica, en este particular, poner fin al sistema de prácticas y valores que implícita o explícitamente colocó a las fuerzas armadas y los cuerpos de seguridad en un plano de superioridad ética e institucional respecto del conjunto de la ciudadanía y que condujo a la tolerancia de la prepotencia policíaca, la brutalidad de los cuerpos de seguridad, la impunidad que rodea al maltrato a la población civil. La democratización implica en consecuencia la eliminación del concepto de que la función de seguridad se refiere al estado, y su reemplazo por una concepción de seguridad ciudadana.

 

El avance de la democratización en Centroamérica demanda un fortalecimiento del sistema de partidos políticos, y ello en varios sentidos. El primero y más evidente se refiere a la democratización de los partidos mismos, todavía fuertemente capturados por prácticas clientelísticas o caudillescas. La práctica de elecciones internas, del debate y la crítica, está todavía poco desarrollada en la mayoría de los partidos de la región. En segundo lugar, se encuentra en tela de juicio la capacidad de los partidos para articular las demandas y perspectivas que emergen de los sectores más movilizados durante los años recientes –los campesinos, las mujeres, las comunidades indias, la pobresía de las ciudades- y que ponen a los partidos al borde de una crisis de representatividad. Esta crisis se expresa de múltiples maneras, pero quizás la más notoria sean los elevados niveles de abstencionismo electoral en países como El Salvador y Guatemala, y con menor magnitud en Honduras. ¿Quién va a articular las demandas de estos sectores que, aparentemente, no se sienten convocados por el tipo de política electoral que hoy se practica en la región? Si los partidos –viejos, nuevos o renovados- no lo hacen, la política electoral devendrá, una vez más, el juego sofisticado de grupos minoritarios: una democracia para las élites, ampliadas ahora a los sectores medios urbanos, con recursos de tipo corporativo para mediar entre las agencias gubernamentales y las masas urbanas y rurales –una fórmula que siempre ha probado ser transitoria. En tercer lugar, la democracia electoral exige un esfuerzo por jerarquizar y consolidar la acción parlamentaria. La tradición del presidencialismo fuerte, unida al clientelismo de los partidos y a su falta de estructuras permanentes, puso trabas a una función legislativa efectivamente independiente del poder ejecutivo. Más en general, la dinámica perversa del todo o nada que todavía campea en la política centroamericana hace que la relación ejecutivo/legislativo sea particularmente escabrosa. Salvo –tal vez- en Costa Rica, los parlamentos centroamericanos se debaten entre la inoperancia y la subordinación al ejecutivo.

 

La democratización efectiva de Centroamérica requiere, asimismo, el desarrollo de mecanismos de integración social. La palabra integración horroriza a los antropólogos cuando se le pronuncia en sociedades multiétnicas, porque implica meter si es necesario por la fuerza a la multiplicidad de identidades y culturas en el molde del grupo étnico dominante. No es esto a lo que me refiero. La integración puede funcionar en el sentido de someter y negar la diversidad cultural –en cuyo caso nada tiene que ver con la democratización- o bien potenciar esa diversidad para que la patria, el país o como se le quiera llamar, funcione para todos, o por lo menos suscite en todos un sentido de común pertenencia. Es a este tipo de integración al que me refiero. La educación, los servicios de salud, la seguridad social, el empleo, la organización social, son canales y recursos convencionalmente orientados a promover la integración de la gente en el sistema político y social, a dotar a la ciudadanía de una dimensión social. Es bien sabido que ésta fue una de las mayores fuentes de vulnerabilidad para los sistemas políticos centroamericanos en el pasado y, al contrario, una de las razones de la notable estabilidad política de Costa Rica. Para avanzar en la democratización, la democracia política tiene que proyectarse como democracia social en su sentido más amplio.

 

Un proceso de democratización así concebido necesita apoyarse en una estrategia de desarrollo. ¿De dónde saldrán sino los recursos para financiar la integración de la gente a las instituciones y los procesos políticos y sociales? Pero no toda estrategia de desarrollo es compatible con una democratización efectiva. Además, las experiencias de Centroamérica en materia de desarrollo fueron poco compatibles con la democratización –salvo, nuevamente, el caso de Costa Rica.

 

Toda la evidencia disponible apunta a la muy reducida funcionalidad de las estrategias económicas predominantes en la región –genéricamente clasificables como neoliberales- para promover la democratización. Ante todo, porque el énfasis en la desregulación, la apertura externa y el impulso agroexportador ofrecen como horizonte de modernidad el viejo conocido estilo de desarrollo contra cuyos efectos los campesinos y trabajadores se rebelaron hace veinte años, detonando el ciclo revolucionario que hoy dificultosamente se cierra. Pero también porque ese esquema probó su agotamiento incluso antes de que la crisis internacional de inicios de los años ochenta estallara. En tercer lugar, porque está fuera de dudas el impacto de las recetas neoliberales para agravar los efectos marginadores del mercado. Finalmente, porque la propia dinámica de esas recetas tiene claras repercusiones autoritarias: enfrentamiento al derecho a la organización sindical, desmantelamiento de derechos laborales, extensión del tiempo de trabajo no remunerado (sobre todo en las mujeres), deterioro de servicios sociales básicos, entre otras.

 

Las incipientes democracias centroamericanas demandan por lo tanto una estrategia de desarrollo que sea compatible con las necesidades y las inquietudes de las mayorías populares. Esto no significa una estrategia cerrada a los mercados externos, pero sí un estilo de desarrollo que ponga en el centro de las preocupaciones esas necesidades y las constituya en el punto de partida para un esquema de acumulación más equilibrado. Si las enormes disparidades que hoy fracturan a las sociedades centroamericanas no son reducidas, las probabilidades de la consolidación democrática seguirán estando en juego y la amenaza del retorno de la violencia se mantendrá latente, sin que se avance por ello por la senda del desarrollo.

 

El autoritarismo se inscribe en Centroamérica en la estructura de la sociedad y no simplemente en sus instituciones y prácticas políticas, pero éstas lo refuerzan. Las perspectivas de una democratización estable en la región dependen de la capacidad de esas sociedades de introducir transformaciones en sus estructuras y en los criterios de asignación social de beneficios y pérdidas, o por lo menos de aceptar la legitimidad del debate sobre la necesidad de esas reformas en el marco de un sistema político competitivo. Sin embargo muchas de esas reformas entran en conflicto con la intransigencia de las clases dominantes, tradicionalmente poco preocupadas por los procedimientos y los valores de la democracia. Al contrario, la reproducción de los rasgos estructurales presentes profundiza la insatisfacción de amplios sectores de población con sus condiciones de vida y con el sistema político, si éste resulta ineficaz para mejorar las cosas. La democracia, para ser creíble, debe probar que es mejor que la dictadura. Y la prueba de que es mejor consiste en que los ciudadanos puedan plantear sus problemas con probabilidades de ser escuchados y eventualmente satisfechos.

La prueba de fuego de la democratización de Centroamérica deben darla las élites dominantes en la región. La crisis revolucionaria de fines de década de los sesenta fue abierta por su rapiña económica tanto como por su autoritarismo político: el saqueo de los recursos naturales y el empobrecimiento de las masas sumados al fraude electoral, al militarismo y a la violación sistemática de los derechos humanos. ¿Están dispuestos hoy esos grupos a aceptar la hipótesis de una derrota electoral? Los hechos recientes en El Salvador – la negativa del gobierno de Alfredo Cristiani de honrar las recomendaciones de la “Comisión de la Verdad” (como se había acordado en los Acuerdos de Chapultepec firmados con el FMLN) y la amnistía a los culpables de asesinatos y otras violaciones a los derechos humanos y la reaparición impune de los “escuadrones de la muerte”– sugieren que es bien poco lo que los grupos dominantes han aprendido. El revanchismo de los viejos grupos del privilegio amenaza a diario en Nicaragua con volver a abrir las compuertas de la confrontación violenta. Pero al mismo tiempo acontecimientos como los escenificados en mayo/junio de 1993 en Guatemala por el conjunto de las organizaciones sociales en oposición al quiebre institucional y el golpe militar, o la resistencia de los campesinos y los trabajadores nicaragüenses a la reversión de sus conquistas, señalan un avance en conciencia, organización y movilización de las mayorías populares.

 

El reconocimiento de la dignidad de lo popular y la evidencia de su eficacia, son posiblemente los frutos más notorios de estas décadas traumáticas, y los que se recortan con más nitidez contra el trasfondo de la vieja historia centroamericana diseñada a la medida de las élites. Gracias a esa eficacia de lo popular es posible hoy levantar públicamente banderas de participación política y de cambio social sin arriesgar por ello a perder la vida. Eso no es poco. Constituye la condición elemental pero insoslayable para una convivencia civilizada. Representa también la esperanza por la que una generación de centroamericanos pagó un precio terrible a lo largo de tres décadas de revolución y contrarrevolución, de heroísmos y pequeñeces, de fulgores y de sombras.

 

 


[1] Es sintomática la escasez de registro o análisis de las luchas sociales en Nicaragua anteriores a l década de los setenta. Hasta la aparición de la investigación de Gould (1990) el único estudio disponible era el de Clodomir Santos de Morais (Santos de Morais 1976: 76-82)

[2] Véanse, respectivamente, Samaniego (1980), Paul y Demarest (1991), Vilas (1988a) y Bendaña (1991). Sin embargo, Cabarrús (1983: 183-184) encuentra algunas diferencias: mientras más de la mitad de los organizados por FECCAS eran semiproletarios (52%), la participación de éstos en ORDEN era más reducida (31%), con cierto predominio de los jornaleros (38%). Éste parece ser un fenómeno recurrente y en modo alguno exclusivo de Centroamérica. Algunos estudios sobre la rebelión de los cristeros en México en la década de los veinte señalan la identidad de las bases sociales de los dos bandos en lucha (cristeros y agraristas): Meyer (1987 vol. 2: 5 y ss).; Bartra (1985: cap.IV).