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CARLOS M. VILAS(*)

 

La literatura dedicada al estudio de los linchamientos plantea una variedad de hipótesis explicativas del fenómeno. El objeto de este capítulo consiste en sistematizar dichas hipótesis a partir de la variedad de sus formulaciones particulares y de someterlas a análisis desde la perspectiva desarrollada en anteriores trabajos del autor.

 

El plan del capítulo es el siguiente. Se parte de una conceptualización inicial del fenómeno del linchamiento, que destaca sus rasgos específicos y lo diferencia de otros fenómenos de violencia punitiva. En las secciones posteriores se discuten e ilustran las principales hipótesis que intentan explicar la ocurrencia de estos hechos: la que los presenta como respuestas sociales a situaciones de inseguridad, la que  los explica como ejercicio de un pluralismo jurídico en escenarios multiculturales, y la que pone el acento en procesos de deterioro social producto de grandes conmociones sociales, políticas o económicas. Se introduce una cuarta hipótesis a partir de algunos casos de linchamientos que presentan características de confrontación política explícita con el Estado. La última sección pone énfasis en la multicausalidad que opera en la gestación y comisión del linchamiento y en lo que ahí se caracteriza como vacío de Estado.  

 

1.         Linchamientos y otras formas de “privatización de la seguridad”

Se define como linchamiento a la acción colectiva de carácter  privado e ilegal, que ejerce castigo físico sobre la víctima hasta el punto de poder provocar su muerte, en respuesta a actos o conductas de ésta, quien se halla en inferioridad numérica abrumadora frente a los linchadores (Vilas 2001a).

 

El linchamiento tiene como sujeto activo a una pluralidad de individuos en la que se subsumen sus identidades particulares. Es en este sentido específico, más cualitativo que meramente cuantitativo, que el linchamiento es ejecutado por una muchedumbre: el grupo borra las identidades particulares de sus integrantes. El linchamiento puede apoyarse en una organización previa permanente (aldea, comunidad, parroquia…) pero como modalidad específica de acción implica una organización puntual  de baja organicidad, orientada al hecho específico del linchamiento y que usualmente desaparece tras él. Ello sin perjuicio de que la ejecución del linchamiento movilice a veces referentes relacionales preexistentes: parientes, amigos  o vecinos de la víctima, personas de la misma actividad que ésta.[1]

 

El linchamiento se caracteriza por aplicar castigo físico a la víctima mediante  golpes de puño, patadas, lapidación, utilización de palos o garrotes y en general instrumentos que pueden ser considerados como extensión del cuerpo del victimario en cuanto su eficacia punitiva depende de la fuerza física o la destreza de quien las emplea. En varios casos se ha registrado el uso de armas de fuego, pero ellas cumplen un papel secundario respecto de esos otros instrumentos; las muertes por ahorcamiento, acuchillamiento, golpiza  o incineración son más frecuentes que los disparos de arma de fuego. El castigo físico diferencia al linchamiento propiamente tal del frecuente uso metafórico del término, en alusión a ataques a través de medios de comunicación o mediante agresiones verbales a personas de notoriedad pública, sin permitir o reconocer posibilidad de argumentación o refutación al aludido en los mismos (Vilas 2002). El castigo físico brutal y el frecuente recurso a prenderle fuego a la víctima tienen como finalidad la destrucción efectiva del cuerpo del linchado y su desaparición de la faz de la tierra, en un escenario público (calles, plazas) de impactante espectacularidad.[2]

 

La brutalidad del castigo así ejecutado es reacción a una ofensa de la que los linchadores se agravian. Esto implica que el lapso que media entre la ofensa y la reparación es usualmente breve;  sugiere asimismo la ausencia de la figura de la premeditación del derecho penal, y enfatiza en cambio los ingredientes de espontaneidad. La inferioridad numérica de la víctima otorga a los linchadores impunidad y diferencia al linchamiento de otras formas de violencia privada en esos mismos escenarios sociales –por ejemplo, enfrentamientos entre comunidades o riñas entre grupos.

 

La acción es ejecutada por individuos que no cuentan con autorización o delegación de autoridad institucional; implica por lo tanto una violación de la ley. En este aspecto, el linchamiento se diferencia de algunas modalidades del llamado “vigilantismo”, como las rondas campesinas de la Sierra peruana, las organizaciones de “alerta vecinal” en algunas ciudades, o las convencionales empresas privadas de seguridad. Estas modalidades cuentan con una estructura relativamente estable y ejercen atribuciones delegadas por el Estado o en cualquier caso autorizadas por éste (Starn 1992, 1993; Huber 1995), y desempeñan, al menos formalmente, funciones de prevención del delito más que de castigo o represión. Usualmente la delegación estatal conlleva la obligación de entregar al imputado a las autoridades judiciales para someterlo al debido proceso. Al contrario, la muchedumbre que lincha busca ante todo propinar un castigo y especialmente un castigo ejemplar que sirva de escarmiento a eventuales futuros transgresores. En una especie de variante de la teoría del rational choice, se busca que, por la vía del horror, eventuales transgresores sepan bien qué futuro les espera.[3]

 

En esa finalidad principal si no exclusivamente represiva, en el recurso a procedimientos orientados a provocar sufrimiento en la víctima, incluyendo formas particularmente crueles de causar la muerte (castigos extenuantes, incineración en vida, asfixia…) el linchamiento se aproxima al modus operandi de organizaciones represivas informales como las “guardias blancas”, los  “escuadrones de la muerte”, los “justicieros” y similares. Su  diferencia específica con éstos radica en que estos cuerpos presentan una estructura organizativa  más permanente, y actúan para reprimir ofensas cometidas contra terceros y no contra sus propios integrantes: por ejemplo terratenientes, comerciantes, autoridades formales, u otros. Para quienes lo ejecutan, el linchamiento es un mecanismo de autodefensa.[4]

 

Esta caracterización restrictiva no desconoce que, como forma de castigo y represión, el linchamiento sea utilizado también por algunas de esas organizaciones informales, incluyendo cuerpos parapoliciales o paramilitares. El caso más conocido de este uso es el de las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) de Guatemala en la década de 1980 como parte de una estrategia de contrainsurgencia que incluyó asesinatos en masa, destrucción de aldeas y secuestro y desaparición de personas. La caracterización tampoco descarta la participación espontánea o intencional de elementos de cuerpos policiales en la muchedumbre que ejecuta el linchamiento.[5]

           

2.         El linchamiento como respuesta a la inseguridad

            La primera, más difundida y posiblemente autoevidente hipótesis explicativa del linchamiento es la que lo presenta como reacción o respuesta a la inseguridad y a la real o alegada complicidad de las autoridades estatales con los delincuentes (Benavides y Ficher Ferreira 1983; de Souza Martins 1996; Garay Montañés 1998; Guerrero 2000; Vilas 2001a, 2001b; Rodriguez Guillén 2002; Goldstein 2003; Clark 2004; Handy 2004; etcétera). Los escenarios en que tienen lugar los linchamientos son efectivamente de mucha inseguridad, y los actores del linchamiento –víctimas y victimarios—sufren de manera particularmente intensa y persistente esa inseguridad: comarcas y parajes rurales, barrios suburbanos, poblaciones marginadas donde la pobreza y la precariedad son predominantes. Robos y asaltos, violaciones, abigeato y pleitos por tierras, forman parte de la cotidianeidad de la pobreza y las franjas marginadas de no pocas sociedades. La inoperancia policial, la celeridad con que a veces los reales o supuestos delincuentes recuperan la libertad, generan un clima de inseguridad y un sentimiento de injusticia en las poblaciones afectadas. El delito impune por ineficacia, desidia, connivencia o corrupción estatal obligaría a la gente a actuar por sí misma, incluso en contra de las autoridades que aparecen protegiendo a los considerados delincuentes. Las críticas a la acción estatal incluyen lentitud en la intervención policial, maniobras procesales que permiten la impunidad del delincuente, arbitrariedad policial o judicial, y en general circunstancias que convencen a los agraviados de que poco o nada pueden ya esperar del Estado. La ejecución misma de algunos linchamientos agrega argumentos en este sentido.[6]

 

En cuanto respuesta a la inseguridad y a la responsabilidad estatal en ella, el recurso al linchamiento forma parte del mismo género de reacciones que las otras modalidades de “privatización de la seguridad” referidas en la sección anterior. Llama la atención respecto de la ineficacia punitiva del Estado tanto por la incapacidad de éste para prevenir la comisión de los hechos que el linchamiento castiga, como por la comisión misma del linchamiento que cuestiona la pretensión estatal de monopolio de la violencia e infringe la legalidad positiva. Las reiteradas referencias de los autores del linchamiento a la corrupción, complicidad, tolerancia estatal hacia el delito y los delincuentes indican, asimismo, una deslegitimación del Estado desde la perspectiva de los sectores más depauperados de la población.

 

La principal limitación de esta hipótesis es que no avanza más allá de lo genérico, en cuanto no ofrece elementos para explicar el recurso a una modalidad específica de “privatización de la seguridad” y no a otras. La inseguridad constituye un ingrediente central de los escenarios sociales en que el linchamiento tiene lugar, como también de los escenarios donde tienen lugar otras modalidades de respuesta no estatal a la violencia delictiva. Se ha señalado incluso la inexistencia de evidencia que permita afirmar que los escenarios en los que se recurre a linchamientos sean más violentos, o de mayor índice de delitos, que los que enmarcan a los linchamientos (Castillo Claudett 2000).

 

La reiteración y difusión amplia de los linchamientos muestran su eficacia inmediata: no hace falta esperar que llegue la policía para reprimir. La gente se agrupa para un propósito determinado; cumplido éste vuelve a las rutinas del diario devenir. La experiencia de los linchamientos indica además que los linchadores en general eluden la acción de la justicia; muy pocos son aprehendidos y la mayoría de éstos recuperan posteriormente la libertad. El carácter tumultuario del hecho hace muy difícil la identificación de los culpables individuales. Es la situación típica de linchamientos ejecutados en reacción a asaltos a pasajeros de transporte público, accidentes de tránsito, incidentes en mercados callejeros, y similares. Es también el tipo de linchamiento donde es más frecuente que, después de la captura y el castigo físico la víctima sea entregada a las autoridades públicas (Vilas 2001a).

 

Hay que tener en cuenta asimismo la precariedad de recursos de los perjudicados por el ambiente de inseguridad. En general la gente que lincha pertenece a ámbitos de mucha pobreza y marginación. No hay en ellos muchos medios, si es que hay alguno, para pagar seguridad privada formal o informal. Con el telón de fondo de la desconfianza en las instituciones públicas, el linchamiento se presenta como un instrumento accesible para resolver una situación odiosa. Al contrario, la contratación de empresas de seguridad o de grupos parapoliciales requiere recursos pecuniarios que la gente no posee.

 

También es posible que la difusión amplia de los linchamientos a través de los medios de comunicación contribuya a la comisión de nuevos hechos. No está probado que la publicidad de los hechos estimule a la gente a linchar. Es posible sin embargo que el sensacionalismo y el lujo de detalles escabrosos con que estas acciones son comunicadas al público a través de las pantallas de la televisión, la transmisión radiofónica, los reportajes en directo, contribuyan a generar un impacto mimético que reduce la distancia que media entre la pretendida excepcionalidad del acto y las circunstancias de vida de los espectadores. Se generaría así un efecto de demostración que podría favorecer el surgimiento de algo así como linchamientos por imitación: grupos de personas que a partir de la evidencia proveniente de otros hechos, deciden superar las reticencias éticas, sicológicas, religiosas, cívicas o de cualquier otra índole y convertirse ellos también en linchadores cuando la ocasión se presente. Algunos de los linchamientos estudiados por Guerrero en Ecuador y por Snodgrass Godoy en Guatemala encuadran en esta categoría (Guerrero 2000; Snodgrass Godoy 2003).

 

Existe alguna evidencia también que apunta al impacto del modo de ejercicio del poder por los grupos dominantes sobre el imaginario y las prácticas sociales de los grupos subalternos, en un efecto de pedagogía perversa (Vilas 1996). Poblaciones que durante mucho tiempo han sufrido las extralimitaciones del poder, que han presenciado, sufrido o incluso obligadas a participar en acciones de violencia contra gentes como ellas, terminan internalizando ese tipo de relación social e incorporándolo a su repertorio de respuestas ante agresiones de terceros (Huber 1995; MINUGUA 2002; Gutiérrez 2003). El “ojo por ojo” que a veces se argumenta como explicación e incluso como justificación de los linchamientos, se referiría así no tanto a la supuesta equivalencia entre ofensa y castigo como al tipo de conductas de víctimas y victimarios: violencia a cambio de violencia.

 

Lo mismo que la hipótesis que se discute en la sección siguiente, la que se está considerando ahora presenta al linchamiento como un acto desesperado, reconocidamente brutal, pero en todo caso intencionadamente justiciero. Es necesario señalar sin embargo que el registro de linchamientos incluye un número no pequeño de hechos cometidos contra individuos que nada tenían que ver con las ofensas que se les imputaban.[7] Además tanto en México como en Guatemala se ha comprobado que en muchos casos las motivaciones de los linchamientos fueron sólo venganza o intereses personales que se disfrazaron bajo acusaciones falsas.  La situación general de inseguridad y la inoperancia de las autoridades o su connivencia con los delincuentes crean la oportunidad para enmascarar con argumentos justificatorios la resolución brutal y colectiva de conflictos personales (Vilas 2001a; 2002). Al contrario del discurso justiciero, el linchamiento puede ser un acto de extremada y perversa injusticia, incluso sin entrar a considerar la negación del derecho a la defensa y al debido proceso legal.

 

 

3.         El linchamiento como expresión de pluralismo jurídico

            El Estado moderno, en la imposición del control territorial, instala para la población de ese territorio un principio de organización que institucionaliza valores, conductas y procesos a los que otorga imperatividad y también un cierto modo de resolución legítima de conflictos. En sociedades multiétnicas esto se traduce en la coexistencia subordinada de marcos normativos alternativos respecto de la legalidad producida por el Estado.

 

En lo que toca a nuestro asunto, se ha intentado explicar la ejecución de linchamientos por esa coexistencia de dos sistemas jurídicos de control social. Al hacerse justicia por sí mismas, poblaciones étnicamente diferenciadas estarían aplicando sus propios marcos normativos, preexistentes al que el Estado pretende imponer, y más acordes con sus propios estilos de vida. El linchamiento sería una manifestación del conflicto de los usos y costumbres de las propias comunidades con la pretensión normativa del Estado impuesta desde arriba y desde afuera de las organizaciones y la cultura de la gente. En el fondo se trataría de un conflicto respecto del poder de reglar la vida colectiva. En su dimensión política de enfrentamiento al Estado, la hipótesis también está presente en la explicación del linchamiento como ingrediente de la lucha por el control del poder político en una comunidad; en sus versiones extremas, presenta al linchamiento como una dimensión del nacionalismo indígena en su lucha contra el Estado. Este aspecto del asunto será analizado en una sección posterior de este texto, mientras que la presente se centra en la cuestión específica del pluralismo legal.

 

Es cuestión discutida que los usos y costumbres de los pueblos originarios de América incluyan formas brutales de castigo y de muerte como el linchamiento. No se está haciendo referencia aquí a todo tipo de castigo físico sino al ensañamiento típico del linchamiento. Cierto tipo de castigo físico fue admitido hasta muy recientemente por la legislación de muchos países convencionalmente considerados desarrollados. La legislación inglesa, por ejemplo, permitía a los maestros golpear a sus alumnos díscolos en aplicación del dictum “letra con sangre entra”. En las prácticas sociales de los pueblos originarios de América también se encuentran estas formas no letales de castigo físico, usualmente acompañadas de lo que ahora se suele llamar “linchamiento simbólico”: poner en ridículo al ofensor ante toda la comunidad, obligarlo a pedir perdón en público, vestirlo o pintarlo de manera grotesca, etcétera. Se cuestiona en cambio la fundamentación de las dimensiones más brutales del linchamiento, sobre todo el asesinato tumultuario, en un supuesto derecho tradicional.[8] Más exactamente, lo que está en debate, sobre todo por antropólogos y estudiosos del pluralismo legal, es hasta qué punto o en qué sentido los linchamientos, que por su reiteración parecen haberse convertido en un modo legítimo de encarar ciertos conflictos, constituyen una costumbre también en el sentido en que el concepto es empleado por esas disciplinas.[9]

 

La hipótesis del pluralismo legal con relación a los linchamientos puede ser analizada en dos niveles o dimensiones. La primera de ellas refiere a la dicotomía misma que establece entre la autenticidad del derecho comunitario y la artificialidad del derecho estatal. La segunda cuestión refiere al debate respecto de la conversión de cualquier de práctica social en norma de conducta.

 

Respecto del primer aspecto, deben señalarse la historicidad y la naturaleza dinámica del derecho consuetudinario. Las normas tradicionales han asimilado normas europeas en tiempos coloniales y normas de los estados con posterioridad a la independencia, las han adaptado a sus necesidades y las han incorporado como propias: fiestas patronales, sistema de cargos, indumentaria, por ejemplo, deben tanto a la imposición colonial y a la adaptación a ella como a prácticas y valoraciones postcoloniales.[10]

 

Las constituciones y la legislación de la mayoría de los estados en sociedades multiétnicas reconocen vigencia al derecho indígena, aunque en la medida en que no se contrapone a aquéllas.[11] A lo largo del último medio siglo las autoridades de las comunidades han perdido mucho de su poder; sólo pueden impartir el derecho tradicional en cierto número de casos: robos, riñas, faltas a la  autoridad, problemas familiares, conflictos de límites de tierras, robo de ganado, embriaguez, no participar de los trabajos comunales, omisión de aportar tributos y contribuciones a las ceremonias de la comunidad, y aún así únicamente cuando todos los involucrados pertenecen a la comunidad. Los hechos que involucran a personas ajenas a la comunidad, o constituyen delitos mayores, deben ser remitidos a los tribunales. En México las penas que se imponen por la justicia comunitaria no son corporales sino multas, indemnizaciones o servicios a la comunidad; eventualmente, si la ofensa es muy grave, se obliga al culpable a abandonar la comunidad (Dorotinsky 1990; Izko 1993; Cordero Avendaño de Durand 1994; Fundación Vicente Menchú 1994). En los países andinos en cambio la justicia comunitaria acepta los azotes (Hinojosa Zambrana 2004).[12] Los procedimientos del derecho consuetudinario están diseñados para arribar a compromisos entre las partes y recomponer el equilibrio comunitario alterado por el conflicto. Incide en esto la estructura de las comunidades, fuertemente basada en redes de parentesco. “Son los mismos vecinos, primos o cuñados con quienes hay que convivir después del trato, de tal manera que un simple ‘ajusticiamiento’ no soluciona el problema. La meta, entonces, no puede ser el castigo, sino buscar la conciliación, ‘hacer el balance’…” (Huber 1995:49; en el mismo sentido Izko 1994; MINUGUA 2002:301-302; Gutiérrez 2003; del Álamo 2004).[13]   

 

En tiempos recientes se han registrado cambios. Con creciente frecuencia las nuevas generaciones prefieren acudir a los tribunales estatales, usualmente más benévolos ante algunos conflictos que las autoridades de la aldea  (Cordero Avendaño de Durand, 1994:39). Esta nueva situación genera tensiones y suele ser fuente de nuevos conflictos. Por una parte el tribunal se ve atrapado entre dos culturas, la indígena y la nacional, y las decisiones tomadas reflejan presiones de ambos lados. Una de las tensiones más sobresalientes en el tribunal es la que se crea entre los principios de igualdad formal y universalidad del derecho del Estado, y la atención prestada por el derecho consuetudinario a la diferenciación a través de la jerarquía y el estatus y la particularidad. Con cierta frecuencia se observa que miembros de la comunidad “juegan” con la pluralidad legal, apelando según las circunstancias a uno u otro sistema (Collier 1973; Sierra 1995). A menudo esto puede conducir a nuevas tensiones dentro de la comunidad. Estudiando este tema en las comunidades zinacantecas de México, Dorotinsky (1990) encontró que cuando un miembro de la comunidad reclama la intervención de los tribunales “generalmente es por venganza, o para obtener beneficios personales en perjuicio de otro miembro de la comunidad. La ley se convierte así en un arma más para prolongar un conflicto y se invoca a los funcionarios básicamente para hostigar a un enemigo”, elevándose el nivel de conflictividad dentro del grupo.

 

Por otro lado la subordinación del derecho comunitario al derecho del Estado ha llevado a que en muchos casos las autoridades municipales se conviertan en autoridades tradicionales, cuando las partes en conflicto aceptan llegar a un acuerdo como lo establece la costumbre. El regidor o el concejal aplican la ley tradicional; el alcalde o presidente municipal da su conformidad, pero puede oponerse a reconocer el acuerdo (Cordero Avendaño de Durand 1994:40). A la inversa, la penetración de instituciones y procesos estatales en el ámbito de las comunidades puede conducir a que una justicia comunitaria habituada al tratamiento de asuntos de orden comunal interno, trasciende el ámbito de la comunidad para juzgar temas municipales (proyectos de inversión, administración de recursos financieros, manejo de cuentas fiscales, etcétera) de complejidad técnica o contable que pueden quedar sometidos a intereses y pasiones que suplantan las valoraciones jurídicas y el principio de la presunción de inocencia.

 

La segunda dimensión de la hipótesis refiere a la posibilidad, legitimidad, o incluso conveniencia desde la perspectiva del equilibrio social, de reconocer estatus normativo a cualquier hecho social cuando éste se presenta con cierta reiteración. La conversión casi automática del ser en deber ser deriva de la dicotomía que se acaba de criticar. El discurso sobre el derecho indígena, que parte de una crítica a la inadecuación de la ley a ciertos aspectos del mapa social, tiende a valorar la costumbre como buena y a la ley como mala, en virtud de sus respectivos orígenes –la armonía virtuosa de lo social frente a la violencia y la perversión de lo político. Al aislar a las costumbres indígenas de su enmarcamiento social más amplio y al vaciarlas de historicidad, este enfoque reifica esas costumbres, es decir las convierte en cosas, y más exactamente en “cosas buenas” por oposición a la “cosa mala” de la normatividad estatal (Iturralde 1993). Un maniqueísmo que se corresponde con las actitudes de signo inverso que prevalecieron durante siglos y satanizaron o minusvaloraron las prácticas culturales indígenas. Al mismo tiempo, la conversión ex oficio del hecho en norma cumple una función de ocultamiento de la dinámica interna de las comunidades. Fuertemente influenciada por la vieja antropología funcionalista, esta visión de las cosas carga las tintas en las tensiones y colisiones entre la comunidad y la sociedad más amplia, imputando a aquélla una cohesión y armonía internas que soslayan los conflictos y desajustes que tienen lugar en su interior, o encarándolos simplemente como efecto intrusivo de fuerzas exógenas –reproduciendo así como teoría la visión de sectores determinados de la comunidad.

 

La reivindicación del derecho consuetudinario y de los usos comunitarios puede ser vista como un aspecto de una estrategia de preservación de la identidad del grupo culturalmente diferenciado en contextos que, por variadas causas (transformaciones económicas, migraciones, conflictos político-militares…), la cuestionan de alguna manera. El auge de los movimientos indígenas, las transformaciones en las relaciones entre el Estado nacional y las comunidades, el impacto de procesos de cambio económico de gran alcance –por ejemplo, los vinculados a las estrategias de reforma económica y social tipo “Consenso de Washington”-- entre otros han contribuido en años recientes al fortalecimiento de estas argumentaciones. Existiría así, en estas organizaciones, un uso de los usos y costumbres, y la justificación del linchamiento puede ser entendida como uno de esos usos.[14]

 

4.         El linchamiento como producto de la crisis y la desintegración de un orden social.

            La hipótesis que se considera ahora engloba a las dos anteriores: la inseguridad y el incremento de la violencia en escenarios post-bélicos o post-crisis avalaría el recurso a la resolución de conflictos por la vía drástica y expeditiva del linchamiento, por lo tanto con independencia o en contra del marco normativo estatal –la primacía de lo particular inmediato sobre lo abstracto lejano. Tuvo su primer desarrollo como intento de explicación de los linchamientos en Estados Unidos en el siglo XVII (Erikson 1966; Boyer & Nissenbaum 1974) y fue extendida después a los linchamientos que tuvieron lugar en gran parte del sur estadounidense después de la guerra civil (Inverarity 1976; Tolnay & Beck 1995; Finnegan 1997).

 

De acuerdo a esta interpretación los linchamientos son una reacción a las presiones impuestas a una comunidad por conflictos bélicos, crisis económicas, catástrofes naturales, y hechos o procesos de similar magnitud que alteran profundamente las formas de vida de la gente y sus referentes socioculturales. La desintegración de los modos previos –no necesariamente “tradicionales”— de organización e interacción es más rápida que la capacidad de adaptación de la gente y que el reemplazo del viejo orden por otro nuevo. Para muchas personas el mundo se convierte en más agresivo y menos predecible, al desaparecer los criterios habituales a partir de los cuales se generan expectativas estables del comportamiento ajeno. Hay un quiebre profundo del sistema conocido de intercambios, reciprocidades y acceso a recursos, y del repertorio de justificaciones ante los infortunios de la vida. Toma tiempo saber dónde uno está parado, qué puede esperar de los demás, cómo manejar los muchos factores de incertidumbre, cómo encarar los nuevos patrones de desigualdad, qué explicaciones construirse de todo esto –y en particular de los infortunios de la vida. La respuesta normal en estas situaciones es el fortalecimiento de las lealtades primarias (comunales, de parentesco, de amistad…) en detrimento de interacciones de mayor proyección (Geertz 1987, cap. 10; Hoben & Hefner 1991). La ruptura de la solidaridad orgánica de la comunidad (en el sentido de Durkheim) caracterizada por la interdependencia y el intercambio y basada en la diversidad de los intereses individuales da paso a un “retorno” de la solidaridad mecánica de las conexiones primarias, asentada en el consenso en los valores, la armonía (si no identidad) de intereses y la unidad de propósito, así como una concepción represiva de la justicia que reafirma un valor común a través de ritos de castigo (Durkheim 1893).

 

La modernización capitalista acelerada en la Nueva Inglaterra en el siglo XVII, la destrucción de la sociedad esclavócrata tras la guerra civil y las medidas adoptadas a continuación –abolición de la esclavitud, reconocimiento de derechos individuales, cívicos y políticos para la población de color, reformas en la legislación de propiedad de tierras, etc.-- más los efectos de la gran crisis de 1873, destruyeron los patrones preexistentes de organización social, poder y prestigio. Los linchamientos habrían sido respuesta y reacción a estas transformaciones que estaban más allá de la capacidad de adaptación y del poder del común de la gente. El racismo fue un ingrediente central de la reorganización de las relaciones de poder entre los blancos del sur que habían perdido la guerra, quedaron sin mano de obra cautiva y debían aceptar la participación política de los negros en igualdad de condiciones. La violencia contra éstos formó parte de la reacción blanca a este cambio drástico. Pero la alta frecuencia de linchamientos entre personas del mismo color demuestra la gravitación de factores de tipo socioeconómico y político en el recurso a esos procedimientos, ajenos a motivaciones raciales (Inverarity 1976; Beck & Tolnay 1990, 1997).   

 

La mayoría de los países de América Latina experimentó en las décadas recientes disrupciones y transformaciones en su organización socioeconómica y en sus articulaciones externas, con efectos que perduran hasta la fecha: conflictos armados prolongados con elevado costo en vidas y bienes, masivas migraciones forzosas con el consiguiente desarraigo de millones de personas, transformaciones radicales en los patrones de organización productiva, apertura de las economías locales a los mercados internacionales, alteraciones de largo alcance en los modos de articulación entre el Estado y la sociedad. La desintegración de los mercados de trabajo, las alteraciones en los sistemas de precios, el crecimiento de la pobreza, la profundización de viejas desigualdades y el surgimiento de otras nuevas con impacto en las formas de socialización y sociabilidad anteriormente dominantes en las aldeas rurales y en las barriadas populares de las grandes metrópolis, produjeron rupturas que afectan los patrones que estructuran y organizan las relaciones entre las personas y las autoridades públicas encargadas del control social en el marco del Estado de Derecho. A su turno la crisis fiscal del Estado, más los programas de ajuste estructural inspirados en el “Consenso de Washington” cercenaron capacidades de regulación y contención social, enfatizando por descarte su función coactiva y represora. La retracción de funciones públicas tradicionales como seguridad, administración de justicia o asistencia ante necesidades básicas generó un efecto de abandono y vacío institucional, quedando la población a merced de sus propias iniciativas y recursos, o abriendo paso a la ocupación de ese vacío por organizaciones y circuitos de poder a través del despliegue de variadas formas de violencia: bandas armadas al servicio de terratenientes o del narcotráfico, organizaciones insurgentes, y en general múltiples modalidades de ejercicio del poder coactivo en pequeña o gran escala (Torrico 1990; Betancourt y García 1991; Leeds 1996; Vilas 1997; Barreira 1998; Pinheiro et al. 1999).

 

La transformación agresiva de los escenarios sociales con su mayor coeficiente de violencia física y simbólica alimenta la incertidumbre y el miedo en la población afectada. La exposición prolongada a la violencia genera un efecto complejo de victimización indirecta junto con una paulatina aceptación de la violencia como modo de mediación social (Waldmann 1996; Cárdia 2000; Sosa Elizaga 2000). Además de su impacto en las pautas de socialización y sociabilidad, este doble efecto alimenta lo que algunos autores denominan “pánico moral”, es decir  estados de conciencia colectiva caracterizados por un estado público de ansiedad que se manifiesta “en el miedo a ciertos espacios urbanos, la estigmatización de ciertos biotipos y sectores sociales, el reclamo de políticas que extreman las acciones represivas, y el recurso acciones violentas en reacción a reales o supuestas amenazas al grupo” (Isla y Miguez  2003). La incertidumbre exacerba el temor a lo desconocido y la desconfianza hacia lo nuevo o lo diferente; la inseguridad incrementa la propensión a respuestas agresivas en situaciones real o presuntamente adversas. La desconfianza hacia los extraños es la contrapartida, en este contexto de incertidumbres, del reforzamiento de las conexiones y lealtades primarias.

 

En el estado de Santa Catarina (Brasil) las transformaciones económicas, políticas y sociales de la década de 1940 en lo que hasta entonces era una región de frontera, detonaron intensas luchas por el control de las tierras y las instituciones políticas formales. La presencia de los partidos que protagonizaban la vida política nacional era relativamente débil y mediada por los caudillos locales y sus séquitos de clientes. En la pequeña ciudad de Chapecó el ingreso de nuevas inversiones y de la especulación inmobiliaria a un escenario hasta entonces predominantemente rural atrajo a migrantes en busca de trabajo, alterando la demografía del lugar y los hábitos sociales. Las modificaciones en la matriz social de la ciudad alcanzaron expresión política. Las elecciones municipales permitieron el acceso al gobierno local de nuevas fuerzas políticas que expresaban las fuerzas de cambio que se desenvolvían a nivel nacional. Fue un proceso cargado de presiones y violencias: persecución de opositores, manipulación y coacción del electorado, fraudes administrativos. La resistencia de los grupos conservadores a estas transformaciones encontró en la iglesia local un aliado estratégico y un liderazgo espiritual.

 

Cuando en octubre 1950 la iglesia parroquial se incendió –no se supo si por accidente o por un acto intencional— no fue difícil manipular símbolos y sentimientos religiosos para culpar a los nuevos trabajadores y convertirlos en víctimas de la furia popular. A la voz de orden de algunos notables del lugar cuatro forasteros fueron encarcelados. Después de varios días de prisión sin que confesaran ni se les probara la comisión del hecho, la presión de la muchedumbre los arrancó de las celdas. Unas doscientas enfurecidas personas se apoderó de los infortunados; tras ser sometidos a un intenso castigo físico –patadas, golpes de puño, apaleo, heridas de puñal—fueron arrastrados por las calles, colgados e incendiados hasta morir. Según las crónicas, papel importante en la instigación de la muchedumbre estuvo a cargo del cura párroco del lugar. En ausencia de referentes fuertes de tipo secular, la iglesia ocupó el papel de aglutinador del conjunto social frente a la supuesta amenaza, a la vez externa y de clase, de los forasteros en busca de trabajo y de las transformaciones sociales y políticas que estaban teniendo lugar (Hass 1999). 

 

Los linchamientos de Chapecó ocurrieron un par de semanas después de las elecciones municipales que determinaron la derrota de los grupos tradicionales de poder vinculados a las grandes empresas colonizadoras y madereras y a la iglesia local, y la victoria de una coalición formada por el Partido Trabalhista Brasileiro, la Unión Democrática Nacional y el Partido Social Progresista. Además de representar a un arco amplio de nuevos sectores e intereses urbanos industriales y comerciales y de sectores medios profesionales, la coalición era la expresión local de la alianza electoral que, a nivel nacional, acababa de consagrar el regreso a la presidencia de Getulio Vargas.  Las elecciones municipales explicitaron las tensiones entre los dueños tradicionales del poder local y los grupos sociales emergentes locales articulados a los cambios que se procesaban en la política nacional. Los linchamientos contaron con la participación o al menos la connivencia de los factores tradicionales del poder local: la policía, el juez, la iglesia, el Partido Social Democrático. El cura párroco ejerció un liderazgo espiritual en la masacre, pero también orientó la conducta política de sus feligreses: antes de las elecciones, condicionando su voto; después, aportando los doscientos furibundos que participaron del linchamiento (Hass 1999:61, 134). La defensa de la fe católica y de los valores tradicionales amenazados por los forasteros y los actores emergentes actuaron como justificativo de la justicia por propia mano.

 

También en Perú los linchamientos aparecen enmarcados en estos escenarios de desestructuración social y vacío estatal. Con la reforma agraria de 1969 desapareció del mundo rural la figura del hacendado y, junto a él, la matriz de relaciones de poder que combinaban expoliación estructural y asistencialismo particularista; violencia y clientelismo. Las múltiples agencias estatales que intervinieron en la gestión de los nuevos escenarios no pudieron llenar ese vacío. Las empresas asociativas de la reforma agraria no tuvieron tiempo suficiente para consolidarse y los cambios en la política económica en la década de 1990 provocaron su desintegración (Manrique 1989; Seligman 1991; Renique 2004). El arraigo de Sendero Luminoso en algunas zonas de la sierra fue posibilitado por ese vacío institucional. El conflicto armado entre el ejército y la insurgencia que se desenvolvió en esa y la siguiente década puede ser visto como la lucha entre dos referentes de poder por el control político-militar de territorios en disputa, con ambos contendientes actuando, fundamentalmente, como portadores de violencia. De acuerdo al informe de una misión de la ONU en 1991 “El medio rural y, en menor medida, el urbano, presentan (…) un panorama de desestructuración conflictiva de los diferentes ámbitos socioeconómicos… En el medio rural se observa la casi desaparición de las empresas asociativas gracias a la parcelación y eliminación de la infraestructura de transformación (…). Las medianas propiedades son abandonadas por sus propietarios merced a la amenaza de Sendero, las comunidades son presionadas para cambiar sus directivas con personas obedientes, los pequeños propietarios son inducidos a pagar cuotas de apoyo. Los pequeños comerciantes son inducidos a acatar las directivas de Sendero, pues, en caso contrario, corren peligro sus vidas y sus bienes. Los servicios técnicos de agricultura u otras entidades públicas son impedidas de actuar en el medio rural por la amenaza o la acción directa contra personas y bienes. Los servicios religiosos son controlados y previamente autorizados para atender a su feligresía” (apud Kruijt 1996:20). La situación resultó agravada por la tradicional centralización de las decisiones políticas y económicas y la concentración del aparato administrativo en la ciudad de Lima. En zonas que no fueron alcanzadas por el conflicto, el vacío estatal fue llenado en algunos casos por las rondas campesinas y en otros por el ejercicio directo de la violencia agresiva o defensiva a cargo de estructuras de parentesco, organizaciones comunales, u otras.[15]

 

El terror en la sierra, el sentimiento de encontrarse entre dos fuegos, aceleró la migración a las ciudades y sobre todo hacia las barriadas populares de Lima. También allí los involucró el conflicto, y la violencia de éste, con sus múltiples variantes de guerra sucia se sumó al provocado por el delito común. El resultado de todo esto fue un desgarramiento aún mayor del tejido social, combinado con el reforzamiento de las identidades primarias de los diferentes grupos de migrantes y de los pobladores con mayor antigüedad urbana, todo ello en un clima de terror generalizado y racionalmente manipulado por los actores principales del conflicto político-militar (vid APRODEH 1996).[16] Los linchamientos se explicarían por este escenario de desintegración social y vacío estatal y del consiguiente clima de trivialización de la violencia, del que sólo destacan los hechos que, por algunos rasgos particulares, alcanzan mayor difusión pública. De acuerdo a fuentes policiales durante el año 2004 se registraron en Perú 1993 casos de linchamientos consumados o intentados, de los cuales 695 en la ciudad de Lima. Durante los nueve primeros meses de ese año hubo 77 enfrentamientos violentos entre pobladores y autoridades, de los que 58 por ciento ocurrió en zonas rurales, y 85 por ciento de los mismos en zonas donde la población vive bajo la línea de pobreza.[17] Según una  encuesta realizada en Lima después del linchamiento del alcalde de Ilave, el 64 por ciento  de los entrevistados reconoció el derecho de la población a “hacer justicia con sus propias manos” –aunque sólo 3 por ciento de éstos admitió que es justo matar al linchado.[18]

 

Que tantos linchamientos ocurran en zonas suburbanas o semi campesinas no parece casual a la luz de la hipótesis que se está analizando. La concentración de conglomerados de migrantes en las barriadas de las grandes ciudades y la expansión urbana sobre espacios rurales genera una multiplicidad de tensiones y conflictos. El incremento poblacional sin orden ni programación pone en crisis la capacidad de la infraestructura urbana; las condiciones de vivienda son precarias, los espacios públicos resultan sobrepoblados, aumentan los accidentes de tránsito, el pequeño merodeo, la pobreza. Al mismo tiempo el crecimiento extensivo de las ciudades a costa de terrenos rurales acelera la crisis de los pequeños agricultores, corta su vinculación a la tierra y a la producción agrícola (horticultores, floricultores, producción para el autoconsumo…) y crea condiciones para su incorporación subordinada a la vida urbana y la economía informal. Este conjunto de procesos acelera el deterioro de los de por sí debilitados lazos comunitarios, lo que, unido a las necesidades imperiosas de la sobrevivencia diaria, favorece el desarrollo de un clima generalizado de sálvese quien pueda.

 

Los estudios sobre linchamientos en Guatemala coinciden en explicarlos como un legado perverso de la guerra contrainsurgente, en particular de ciertas modalidades de acción de los cuerpos represivos –Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), comisionados militares, y otras.[19] Sin precedentes durante la guerra, los linchamientos comenzaron en la década de 1990 y se incrementaron después de la firma de los Acuerdos de Paz en 1996. La crueldad en muchos actos cometidos por agentes del Estado, especialmente miembros del ejército, en sus operaciones contra la población indígena parece haber desempeñado un efecto de pedagogía perversa, al que ya se hizo mención más arriba, en el manejo del conflicto social. “La estrategia contrainsurgente no sólo se tradujo en la violación de los derechos humanos fundamentales, sino también en el hecho que estos crímenes fueron cometidos con particular crueldad (…) matando personas rociándoles gasolina y quemándolas vivas” (Mendoza 2003). El monopolio del poder coercitivo no fue usado para la protección de los ciudadanos, sino contra ellos. Los agentes del Estado se constituyeron en una amenaza para los derechos fundamentales de los ciudadanos.

 

La violencia del Estado destruyó y reemplazó a las instituciones preexistentes de la sociedad civil en las comunidades. La estrategia de tierra arrasada de la administración del general Ríos Montt destruyó centenares de aldeas. Las acciones del ejército estuvieron específicamente dirigidas a eliminar a un universo social entero; primero diezmó las instituciones de la sociedad civil, luego las remplazó con otras formas nuevas y aviesas que se han mantenido en el periodo de la posguerra. De modo sistemático el ejército eliminó a toda una generación de líderes comunitarios, sindicales, de Acción Católica, activistas de comités estudiantiles que de alguna manera tuvieran relación con programas orientados a atender demandas de las poblaciones rurales; todos ellos fueron asesinados. Al no trazar el ejército una línea de diferenciación entre la población maya y los guerrilleros, cualquier líder comunitario –no sólo aquéllos que estuvieran abiertamente implicados en actividades políticas— era considerado integrante, agente o cómplice del enemigo interno.[20] Esto condujo a la extendida eliminación de sacerdotes mayas, alcaldes, ancianos con ascendente social, autoridades tradicionales, etcétera. Puesto que todos esos elementos tenían a su cargo importantes tareas de liderazgo local, así como en la trasmisión de las tradiciones religiosas y culturales a las generaciones futuras y en el compromiso de guiar a sus comunidades a través de periodos de crisis, la pérdida de esos líderes tuvo amplios efectos en la vida colectiva de la región (Figueroa Ibarra 1991; Annis 1991; Falla 1992). No fue infrecuente que acciones de este tipo, aunque encubiertas por objetivos contrainsurgentes, estuvieran motivadas por conflictos estrictamente locales, intereses personales, y cuestiones similares (Paul y Demarest 1991). El efecto de largo plazo de estas acciones es la desintegración comunitaria y la “desidentificación” de sus miembros (López García 2003:234).[21]

 

Se estima que durante el tiempo de la guerra fueron ejecutadas más de 600 masacres, y sólo en el departamento de El Quiché fueron arrasadas unas 344 aldeas. Aunque todos los habitantes de esas aldeas habían sido asesinados u obligados huir, “las casas y las sementeras fueron incendiadas; los utensilios domésticos fueron sistemáticamente destruidos; el ganado y otros animales –cerdos, perros, gallinas—fueron sacrificados. A veces, cuando el ejército abandonaba una comunidad, después de cometer una masacre, los soldados dejaban bolsas con alimentos envenenados en el lugar en que había estado el campamento, o bien, trataban de envenenar las aguas de consumo. Cada acción estaba encaminada a asegurar que ninguno que retornara a la aldea pudiera fincar en un nuevo asentamiento en el mismo terreno. Los efectos de estas tácticas, por lo tanto, tienen una permanencia que ha repercutido más allá del número de muertos o desaparecidos, porque, para aquellos que sobrevivieron las campañas de exterminio, no quedó nada que ameritara el regreso” (Snodgrass Godoy 2003:139-140). Los registros parroquiales y civiles de muchos municipios fueron destruidos.

 

Tales acciones destrozaron el tejido social de las comunidades y destruyeron las bases materiales de los símbolos de su identidad cultural (Smith 1991). Las autoridades tradicionales fueron violentamente sustituidas por otras de tipo militar, o fueron forzosamente militarizadas. La gente de las aldeas fue obligada a participar en las operaciones de las PAC.[22] En 1986 aproximadamente un millón de ciudadanos estaba enrolado en las patrullas, lo que equivalía a cerca del 80% de la población masculina comprendida entre los 15 y los 60 años de edad, residente en las áreas rurales del altiplano indígena. “En cerca del 13% de las masacres documentadas en el informe de la Oficina de Derechos Humanos de la Iglesia Católica, el ejército utilizó personas de las comunidades seleccionadas para escoger e identificar a quienes tenían que ser ejecutados. Con este propósito, frecuentemente, se reunía a todos los miembros de la comunidad y se obligaba a un colaborador a que señalara a los supuestos simpatizantes de la guerrilla. Una de cada cuatro matanzas colectivas incluyó la participación de patrulleros civiles o de comisionados militares. Estas prácticas desplazaron a la cohesión comunitaria basada en las tradiciones compartidas, y la sustituyeron con la sumisión a los militares fincada en el miedo” (Snodgrass Godoy 2003:143).

 

La eliminación de los líderes mayas tradicionales y su sustitución con formas militarizadas de autoridad dejó a esas comunidades en un estado de marcada vulnerabilidad que la firma de los Acuerdos de Paz (1996) no ha podido superar. Las comunidades están obligadas a enfrentar problemas del presente sin tener las necesarias estructuras de liderazgo que trasciendan las diferencias políticas que surgieron durante la guerra. En muchas comunidades el liderazgo fue asumido o retenido por individuos que aplicaron su experiencia en el ejercicio de la violencia a nivel de base, herencia de su actividad como soldados, patrulleros o comisionados militares durante el enfrentamiento armado (MINUGUA 2002: 297). El regreso de los desarraigados fue traumático: sus aldeas estaban arrasadas, casi sin vestigios de la vida anterior al conflicto, o bien las encontraron ocupadas por otros desplazados internos o por militares.

 

Los linchamientos se ejecutan en prácticamente todo el territorio de Guatemala,  pero existe una relativa concentración en las zonas que estuvieron más expuestas a las prácticas represivas del Estado: Huehuetenango, Alta Verapaz, Quiché. Se registra asimismo el recurso a procedimientos de linchamiento similares a los aplicados en las masacres durante el conflicto: se prende fuego a las víctimas mientras éstas aún están vivas, golpizas tumultuarias, fractura de miembros, macheteo de los cuerpos (MINUGUA 2002:289).[23] En muchos casos los linchamientos son realizados por anteriores líderes paramilitares (ibid 144; González 2003; López García 2003).

 

5.         El linchamiento como ingrediente de la lucha política

            En secciones anteriores se señaló que es posible entender los linchamientos como formas brutales de lucha por el poder de aplicar normas de conducta, sancionar determinados hechos y reivindicar una cierta autonomía respecto y en contra del poder estatal. Algunos autores llegan incluso a interpretar los linchamientos y otras formas de apropiación privada de la violencia punitiva como formas extremas de negociar con el Estado transformaciones estructurales que permitan el reconocimiento de determinados derechos. Se estaría en presencia de modalidades de “ciudadanía insurgente” (Holston 1999; Goldstein 2003) en cuanto las acciones de los sujetos, más allá de su brutalidad y de su ilegalidad desde la perspectiva de un Estado cuya legitimidad se cuestiona, están dirigidas a la creación de un nuevo ordenamiento acorde a sus propias aspiraciones o, por lo menos, forzar al Estado a cumplir con sus obligaciones respecto de la sociedad. En términos de Clark (2004) los linchamientos pueden ser interpretados como verdaderas “micro revoluciones”.

 

Los linchamientos son en efecto desafíos al poder del Estado y violaciones a la legalidad y al plexo de valores y prácticas sociales que de alguna manera se objetivan en las instituciones públicas. En este sentido son reveladores de una matriz de conflictos que usualmente va mucho más allá del hecho que lo motiva (Vilas 2001b). No es en este sentido, sin embargo, que se enfoca ahora a los linchamientos. Los casos que se incluyen en esta sección como ilustración de la hipótesis muestran a estas acciones como ingredientes de una lucha explícita por el poder político y el control institucional. Las dimensiones culturales o simbólicas del linchamiento señaladas en las páginas anteriores no están ausentes, ni son ajenos los casos referidos a los escenarios de deterioro y cambio social que se acaba de analizar. Lo que destaca en ellos es su explícita articulación a un proyecto de poder político y no sólo de afirmación cultural o identitaria. Buscan, en todo caso, dotar a esa afirmación identitaria de los recursos institucionales del poder político.

 

En la historia contemporánea latinoamericana los ejemplos más notorios de linchamientos como parte de conflictos políticos mayores lo constituyen los asesinatos tumultuarios de Eloy Alfaro en Ecuador (1912) y  Gualberto Villarroel en Bolivia (1946). En tiempos recientes alcanzaron gran difusión internacional dos linchamientos de este tipo en Perú y Bolivia en los municipios de Ilave y Ayo Ayo respectivamente.

 

ILAVE

En abril 2004 una multitud de casi tres mil personas en su gran mayoría pertenecientes a la etnia aymara secuestró a Cirilo Robles Callomamani, alcalde de la pequeña ciudad de Ilave en la frontera de Perú con Bolivia sobre el Lago Titicaca, y a cuatro concejales.[24] Tras ser salvajemente golpeado y escarnecido en público, Robles y uno de los concejales fueron asesinados. Desde inicios de ese mes se profundizaba el conflicto que una parte de la población mantenía con el alcalde y los concejales que le eran adictos, a los que se acusaba de corrupción y mal manejo de los fondos municipales, motivos por los cuales se le había exigido la renuncia. La correlación de fuerzas dentro del municipio mostraba un equilibrio entre las dos principales organizaciones políticas --Patria Roja y Puka Llacta, con cuatro regidores cada una—, de modo que el voto del alcalde Robles dirimía las cuestiones en disputa.[25] Robles venía siendo objeto de denuncias de incumplimiento de promesas electorales, mal manejo de las cuentas municipales, asignar a sus partidarios en el concejo y a sí mismo, salarios demasiado altos dadas las condiciones de pobreza generalizada en la población, y de nepotismo. Empero el asunto que detonó los hechos de mayo fue su decisión de construir un rastro municipal que aparentemente perjudicaba el negocio de algunos faenadores ilegales; éstos encontraron eco para sus reclamos en los regidores de Puka Llacta y en el teniente alcalde. En un cabildo abierto ante el cual Robles explicó sus programas y trató de defenderse de las acusaciones, una muchedumbre enfurecida le exigió la renuncia y gritó amenazas de muerte. Días después los opositores al alcalde lograron movilizar una masa campesina de entre tres y cuatro mil personas contra el proyecto de rastro municipal y otra vez amenazaron de muerte a Robles. Después de solicitar infructuosamente la protección del Ministerio de Interior y de acusar al teniente alcalde Alberto Sandoval Rosas de encabezar a sus opositores, Robles huyó cuando los campesinos tomaron la ciudad y cortaron la carretera internacional. La ausencia de Robles fue aprovechada por la fracción de Puka Llacta para convocar a dos sesiones del concejo municipal con el propósito de que a la tercera ausencia del alcalde se declarara la vacancia del cargo –dejando libre la sucesión en beneficio del teniente alcalde.[26] Sabedor de esto Robles regresó clandestinamente a Ilave; en momentos en que estaba reunido con sus concejales tratando de evitar su deposición, la muchedumbre los secuestró violentamente. Los cinco fueron arrastrados por las calles de la ciudad, en medio de una fuerte golpiza, hasta que finalmente el alcalde y uno de los concejales resultaron muertos; los otros tres lograron huir. Según las autoridades del gobierno nacional, la muerte de Robles se produjo por desangramiento como resultado de varias puñaladas.

 

Durante los hechos la gente impidió la intervención policial y posteriormente atacó con piedras y bombas “molotov” la comisaría local y prendió fuego a varios patrulleros. En los días siguientes cortaron caminos y el puente internacional reclamando la libertad del grupo de personas detenidas en averiguación de los hechos. Sandoval y otros dirigentes de la protesta pasaron a la clandestinidad. Con el municipio en su poder, la población simpatizante de Puka Llacta se organizó para impedir el ingreso de las autoridades del gobierno nacional y los refuerzos policiales. En ese contexto Sandoval trató de asumir la alcaldía alegando su condición de legítimo sucesor de Robles; después de unos pocos días fue obligado a dimitir y encarcelado por su responsabilidad y eventual participación directa en los asesinatos.

 

Los sucesos de Ilave impactaron directamente en el gobierno peruano; la opinión pública le responsabilizó por su falta de autoridad y presencia en el lugar, así como por su falta de respuesta ante los pedidos de protección de Robles y el fracaso de sus intentos de negociar un acuerdo después de los hechos. Después de varios días de crisis el Ministro de Interior tuvo que renunciar.

 

Los hechos de Ilave no fueron únicos. Linchamientos de autoridades municipales tuvieron lugar en otros municipios de Perú. En el municipio de Tilalí, en la misma zona de Puno a la que pertenece Ilave, campesinos furiosos intentaron linchar al alcalde Malasio Larico por mal uso de los fondos públicos; al no hallarlo secuestraron a los cinco concejales municipales. Hechos similares ocurrieron en la misma época en el municipio de Ayaviri y en el poblado amazónico de Cahuapana. En éste el alcalde fue secuestrado por los vecinos por supuestos actos de corrupción; tras dos días de interrogatorios, fue puesto en libertad.[27]

 

AYO-AYO

Al mes siguiente, pobladores de la localidad boliviana de Ayo-Ayo lincharon al alcalde Benjamín Altamirano. Ayo Ayo  es una pequeña ciudad de algo más de 6 mil habitantes 80 km al sur de La Paz, al costado de un importante eje vial que vincula a la capital del país con la rica zona oriental hacia Cochabamba y Santa Cruz y con Perú. Altamirano fue secuestrado en La Paz junto con un mallku (autoridad tradicional) y una concejala de su mismo partido quien era también su nuera. Todos fueron trasladados a Ayo Ayo, pero sólo Altamirano fue sometido a tormento. Tras más de doce horas de cautiverio e interrogatorio violento en medio de una severa golpiza con palos y piedras para que confesara alegados actos de corrupción, el alcalde fue conducido a la plaza central del pueblo. Amarrado a un poste de electricidad siguió siendo objeto de golpes hasta que en determinado momento derramaron combustible sobre su maltrecho cuerpo y le prendieron fuego, provocando su muerte. La muchedumbre impidió la intervención policial y agredió a algunos periodistas que intentaban cubrir los hechos.

 

Desde el año 2001 Altamirano, del partido Nueva Fuerza Republicana (NFR), era objeto de denuncias de una parte de la población y de la oposición en el Concejo Municipal, por mal manejo de fondos y no rendir cuentas de la ejecución presupuestaria --en particular del uso de los fondos provenientes del gobierno central.[28] Se le inició un proceso penal por esa causa, que seguía abierta y sin resolución cuando fue asesinado. En virtud de esas denuncias en marzo 2003 el Concejo Municipal destituyó a Altamirano y lo sustituyó por el concejal Saturnino Apaza, del partido CONDEPA (Conciencia de Patria). La medida fue desconocida por el gobierno nacional, que dispuso el bloqueo de las cuentas municipales –por lo tanto la suspensión de las remesas de fondos para la ejecución de obras, pago de salarios, etc.-- y siguió apoyando a Altamirano. En marzo 2002 pobladores enardecidos quemaron la casa de Altamirano en Ayo Ayo e intentaron lincharlo; desde entonces Altamirano ejercía la alcaldía desde su domicilio en El Alto. De acuerdo a denuncias, Altamirano gozaba de la protección del senador Bonifaz Bellido (MAS, Movimiento Al Socialismo) y presidente de la Comisión de Descentralización y Participación Popular. 

 

Los conflictos dentro del Concejo Municipal (donde tanto Altamirano como Apaza debían recurrir a complejas negociaciones para imponerse a la fracción contraria) se agregaban a tensiones y enfrentamientos entre las autoridades municipales y de algunas organizaciones sindicales y campesinas, y las autoridades tradicionales de la comunidad. Todo ello con el trasfondo  de las cambios sociales experimentados en la región durante más de una generación: revolución, reforma agraria y liquidación del latifundismo en la década de 1950, contrainsurgencia y regímenes militares en las siguientes; reforma del estado, descentralización fiscal y políticas neoliberales en los ochentas y noventas; movilizaciones campesinas y multitudinarias en torno al cultivo de coca, explotación de hidrocarburos y otros recursos naturales. Desde mediados de la década de 1980 el Estado actuó como desarticulador de un conjunto de servicios  y de organizaciones comunitarias o vecinales, así como del mercado de trabajo. A través el estado de sitio, el confinamiento de dirigentes sociales y políticos opositores, el cerco militar a poblaciones en lucha, despidos masivos de fuerza de trabajo, brutalidad policial, control de los medios de comunicación, privatización de empresas públicas, el Estado llevó a cabo el “rediseño violento de la sociedad global” (Torrico 1990).

 

La fractura de las identificaciones comunitarias fue asimismo impulsada desde el gobierno por varios programas de educación y campañas en medios de difusión dirigidos a estimular el desarrollo de una ética utilitaria de afirmación del yo y de logro personal más afín con una economía de mercado –de acuerdo a las recomendaciones del Banco Mundial (Laserna 1995; Vilas 2000). La extrema pobreza de grandes sectores de población arrojados a  escenarios sociales desconocidos y frecuentemente agresivos favoreció el desarrollo de un “individualismo de subsistencia” (Hinojosa Zambrana 2004) que circunscribe las solidaridades y las lealtades a conjuntos extremadamente reducidos y que contrastan con la cultura histórica de la comunidad.   

 

La descentralización acelerada de responsabilidades y la transferencia de recursos financieros a instancias municipales sin experiencia ni capacitación previa, abrió las puertas de prácticas de corrupción, malversación de fondos públicos y potenciación de conflictos locales. Un mallku resumió, desde su perspectiva particular, el impacto de estos cambios: “Hay en la zona dos grupos diferenciados: los campesinos originarios y el que proviene de las haciendas (los descendientes de los  empleados de los terratenientes antes de 1952: CMV). Ya no se respeta a la autoridad comunitaria, ahora se imponen los sindicatos (…) el MST maneja todo en el pueblo”. Se ha generado un enfrentamiento “por la representatividad… pero también por el dinero de la participación Popular. Si a Altamirano lo juzgaron por corrupto, se debió hacer lo mismo con los anteriores alcaldes”.[29] La crisis de las dirigencias tradicionales debe mucho también a que, al no poder mantenerse ajenas a las transformaciones de la región, quedaron involucradas en las tensiones y conflictos que ellas generaban y que se articulaban a la dinámica de los escenarios y actores preexistentes. Un aspecto revelador de esta crisis es la división que se dio en los mallku de Ayo Ayo entre quienes apoyaban a Altamirano y quienes se oponían a él.

 

Los hechos de Ayo Ayo no son ajenos a la redefinición de las relaciones entre el gobierno y el sistema político con sede en La Paz y las redes regionales y locales de autoridad, en un complejo entramado entre la matriz tradicional del poder y la que es impulsada por los procesos reforma institucional y modernización neoliberal. La ley de Participación Popular en Bolivia estableció un esquema de descentralización de la ejecución del gasto público que transfiere a los municipios fondos líquidos para la ejecución de obras. La reforma fue parte de las recomendaciones macroeconómicas de los programas impulsados por el Banco Mundial y que encontraron en los gobiernos de Bolivia desde 1986 en adelante entusiastas ejecutores. Rodeada de una retórica que enfatiza el impacto de la descentralización en el fortalecimiento de la democracia, la transparencia en el uso de los recursos públicos y el ejercicio de derechos ciudadanos, la descentralización explicitó en los hechos la matriz de tensiones, conflictos y desajustes que pueden llegar a suscitarse cuando una concepción teórica es aplicada por imitación o imposición en escenarios que poco o nada tienen que ver con aquellos en los que se desenvuelven las mentes que la generan (Vilas 2003). De la noche a la mañana Bolivia pasó de un esquema centralizado a uno descentralizado sin dotar previamente a las instancias de ejecución a las que se le transfirió la aplicación de los recursos, de estructuras y entrenamiento para hacerse cargo de las nuevas responsabilidades. Las discusiones y pugnas por los fondos de coparticipación metieron a los municipios y a las autoridades comunitarias de lleno en la política nacional, alimentando o creando nuevos conflictos locales.[30]

 

Después del asesinato la muchedumbre tomó control de la ciudad e impidió el ingreso de fuerzas gubernamentales. Días más tarde, tras un fallido intento del Concejo Municipal de designar alcalde a Saturnino Apaza, éste fue detenido por presunta participación en el crimen. Con el apoyo de organizaciones sindicales como la Federación Sindical Única de Trabajadores Agrarios de la Provincia de Aroma (donde está Ayo Ayo) y el Movimiento Sin Tierra (MST) los opositores a Altamirano convocaron a un Cabildo abierto en el que plantearon demandas al gobierno nacional que incluían el cese de la persecución de sus dirigentes y la libertad de Apaza; el enjuiciamiento y destitución de todas las autoridades gubernamentales y judiciales a las que consideraban cómplices en los malos manejos del alcalde asesinado (los magistrados del tribunal distrital que daba largas al proceso contra Altamirano, los de la Corte Suprema, los ministros de Hacienda y de Participación Popular y el senador Bellido), el descongelamiento de las cuentas del municipio para realizar obras, y la presencia en Ayo Ayo de una comisión del Gobierno, bajo amenaza de mantener el bloqueo de caminos y de volar la antena de alta tensión y el gasoducto. Los policías que cuidaban el orden en Ayo Ayo abandonaron la ciudad por temor a la furia de los campesinos. Lo mismo hicieron funcionarios estatales de salud, con lo que dicha población quedó virtualmente aislada del gobierno central. Se constituyó un gobierno propio incluyendo un cuerpo de policía local denominado “policía sindical” a cargo de militantes de algunos sindicatos campesinos y con asesoramiento de un militar retirado que además era regidor suplente en el grupo opuesto al difunto alcalde. Organizaciones campesinas dirigidas por el MST mantuvieron por varias semanas el bloqueo de puentes y rutas. Un encuentro entre una delegación gubernamental y representantes de los campesinos se suspendió ante la decisión de los delegados de no viajar a la zona debido a que un dirigente de la Federación Departamental de Campesinos declaró a una radio aymara la intención de retener a los miembros de la comitiva hasta lograr la firma de un acuerdo.[31] Recién en el mes de julio las autoridades nacionales lograron recuperar cierto control de la zona.  

 

Como la mayoría de los linchamientos, el de Ayo Ayo combinó espontaneidad de masas e instigación, esta última operando sobre un clima generalizado de hartazgo y frustración ante la aparente inamovilidad de un mal alcalde.[32] Antiguos funcionarios municipales que habían sido denunciados por Altamirano, algún militar retirado propietario de tierras, miembros de la Junta de Vigilancia del municipio, fueron acusados, junto con el regidor Apaza, de haber organizado el secuestro de Altamirano y haber lanzado a la muchedumbre al crimen.

 

La espectacularidad de los hechos de Ayo Ayo restó notoriedad a una cantidad de conflictos de poder en otros municipios en la misma época, aunque con finales inmediatos menos trágicos. Habitantes del municipio de Huanuni golpearon  salvajemente a Florentino Gómez, presidente del Concejo Municipal, al que imputaban actos de corrupción y quemaron su casa. El juez que había dictado sentencia descartando las imputaciones y una concejala que apoyaba a Gómez también fueron agredidos por la multitud. Días después en el municipio de Achocalía un dirigente comunal reconoció que, por las irregularidades en la gestión municipal “el pueblo está caliente y los dirigentes no los vamos a poder frenar”, mientras que los habitantes de Puerto Pérez  forzaron el destierro del alcalde. En Charaña una concejala fue flagelada en cinco ocasiones por las autoridades comunitarias por negarse a votar por el alcalde que ellas habían elegido. En el municipio de Morochata el alcalde y los regidores fueron sometidos a un juicio comunitario y obligados a pedir perdón público por sus desmanejos, so pena de ser sometidos a castigo físico. En Quillacallo doce mil personas exigieron y obtuvieron las renuncias del alcalde y los regidores, a los que acusaban de corrupción en el manejo de las arcas municipales. Los acusados fueron sometidos a un enjuiciamiento público y condenados a marchar por el pueblo vestidos con ropas de mujer. La población de Guaqui, en el departamento de La Paz echó por su cuenta al alcalde y posesionó a otro en su lugar.[33] Como efecto de los conflictos campesinos del año 2003 que derivaron en la renuncia del entonces presidente Gonzalo Sánchez de Losada, la población altiplánica de Achacachi a 200 km de La Paz quedó sin autoridades policiales por el temor a los hostigamientos de los comuneros. Tampoco jueces  ni funcionarios estatales ejercían jurisdicción alguna  (Centro de Documentación Mapuche 2004).

 

Los hechos de Ayo Ayo no parecen haber sido extraños al reposicionamiento de las expresiones políticas locales entre sí y respecto de las de proyección nacional en vistas al referéndum sobre la política del gobierno nacional en materia de hidrocarburos, y sobre todo a las elecciones municipales que habrían de celebrarse seis meses después, en las que el MAS resultó vencedor.  Sin embargo el hecho de haberse ejecutado ambos linchamientos en zonas aymara dio pie para que algunos observadores presentaran los hechos como justicia comunitaria y nacionalismo indígena, vinculándolos a movimientos autonómicos tanto en Bolivia como en Perú (Bigio 2004). Los reclamos de algunos grupos de Ilave a favor de la incorporación de su municipio a Bolivia, o el izamiento de la bandera boliviana en la plaza central de Ilave, reforzaron esa interpretación.[34] Las disputas políticas locales y con actores e instituciones de nivel nacional que detonaron el linchamiento resultaron así insertadas en otro universo de sentido: la lucha del pueblo aymara por su independencia política.

 

Resulta prematuro valorar hasta qué punto esto es así y hasta dónde se trata de una hipótesis que solamente acontecimientos futuros pueden avalar o descartar. Entre tanto parece claro que los crímenes de Ilave y de Ayo Ayo, como la mayoría de los otros hechos de contestación de autoridades municipales, son parte de las tensiones entre las comunidades y el gobierno central y deben mucho a los experimentos neoliberales de las décadas de 1980 y 1990. Las reformas institucionales que acompañaron a esos experimentos contribuyeron a que las estructuras locales de poder resultaran inmersas en procesos de mayor alcance a cuya dinámica y racionalidad no tuvieron más alternativa que la adaptación. Una adaptación traumática y a la defensiva, que va de la mano con el emprendimiento de acciones y reacciones que tienen como objetivo la consolidación de la comunidad –por lo tanto de la estructura de poder en la comunidad-- amenazada por fuerzas (actores, instituciones y procesos) que no está en condiciones de controlar. Las múltiples formas de la protesta, incluido el linchamiento, pueden ser vistas en consecuencia como “estrategias de poder que enarbolan una soberanía comunal” (Guerrero 2000).

 

En el caso peruano, las modificaciones impuestas por el régimen de Alberto Fujimori al sistema de partidos políticos y a la legislación electoral después del autogolpe de 1992 sacaron de juego a la casi totalidad de los desprestigiados partidos  tradicionales; perdieron derecho a la inscripción electoral a nivel nacional y para subsistir a nivel municipal debieron recurrir a sus viejas redes de clientelismo, involucrándose en adaptaciones y negociaciones con una variedad de organizaciones muchas de ellas creadas a esos efectos (Tuesta Soldevilla 1995; Haya de la Torre 2003:231 y sigs.). El nuevo esquema institucional favoreció la participación política local de organizaciones y agrupamientos de tipo comunitario o vecinal, forzando a la realidad de las viejas dinámicas a introducirse en las formalidades de las nuevas institucionalidades. En algunos casos se inició de esta manera un proceso de democratización de las decisiones más directamente referidas a la comunidad. En otros casos en cambio los actores municipales o comunitarios, al estar imposibilitados de debatir e incidir en procesos y cuestiones referidas al modelo de reorganización integral de la sociedad peruana, se enfrascaron en luchas pequeñas por el control de los aparatos políticos y administrativos locales “para maximizar intereses de corto plazo y  disponer arbitrariamente de recursos orientados a sectores particularizados de la sociedad” (Grompone 2000:89). En muchos casos el traslado al nivel local de enfrentamientos políticos en ámbitos de mayor dimensión o proyección institucional –por ejemplo organizaciones sindicales o asambleas legislativas—potenció la intensidad de los conflictos –de lo que Ilave es una brutal ilustración.[35]

 

En Bolivia la radical reorientación del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) desarticuló las redes de referenciamiento político de importantes sectores de la población campesina  y de la clase trabajadora urbana. El MNR, que con la revolución de 1952 había hecho la reforma agraria, nacionalizado la gran minería, impulsado la organización sindical y campesina, y establecido el sufragio universal, se convirtió a partir de 1986 en el impulsor entusiasta del primer experimento neoliberal en gran escala en América Latina. El crecimiento del desempleo, el trabajo precario y el empobrecimiento masivo parecen haber engendrado un clima generalizado de insatisfacción respecto de la política tradicional de acuerdos electorales y parlamentarios entre partidos y un sistema de representación proporcional que favorece la fragmentación del universo partidario y la necesidad de permanentes negociaciones entre cúpulas. La pérdida o debilitamiento de identidades ciudadanas que se proyecten más allá de los límites inmediatos de la comunidad, la comarca o el municipio, conjugada con la intensificación de los conflictos locales por el control de recursos escasos, reposiciona al elemento étnico-lingüístico como criterio fundamental de identificación de propios y extraños, y permite plantear demandas de política económica, reorganización territorial, manejo de recursos naturales, que van mucho más allá de lo particular inmediato. Las intensas y gigantescas movilizaciones de campesinos quechuas y aymaras de los últimos años –que forzaron la renuncia de Sánchez de Losada en octubre 2003—y mantienen en crisis permanente al sistema político boliviano, dan testimonio de la pérdida de legitimidad del Estado. Su incapacidad para organizar las conductas sociales y controlar los acontecimientos, y la proliferación de pequeños territorios “liberados” con ejercicio de “microsoberanías competitivas” (en el sentido de Tilly 1978) ilustran por la negativa el concepto de “poder infraestructural” desarrollado por Mann: el poder que diseña las circunstancias y los contextos en que las personas actúan y toman decisiones, y el arco de opciones abierto a éstas (Mann 1984). El Estado existe como poder coactivo contestado por otros poderes coactivos, y está ausente como principio normativo de organización y encauzamiento de la dinámica social.

 

Los crímenes de Ilave y de Ayo Ayo muestran al linchamiento como un ingrediente de procesos violentos de lucha por el poder local articulados a conflictos políticos y sociales de mayor proyección en cuanto apuntan a la constitución real del Estado y a sus traumáticas relaciones con el mapa social que le sirve de sustento. Si la esencia de lo político es, como afirmó Carl Schmitt, la relación amigo-enemigo (Schmitt 1932) los linchamientos de Ilave y de Ayo Ayo y los escenarios que los enmarcan develan esa esencia en su literalidad más brutal.

 

6.         Consideraciones finales: linchamientos y vacío de Estado                 

            La exposición de las secciones anteriores muestra que los linchamientos son fenómenos sociales multicausales. En su gestación y ejecución interviene una multiplicidad de factores convergentes. Ninguna de las hipótesis analizadas agota la complejidad de ingredientes que, en su conjunto, se encuentran presentes  en ellos.

 

En un nivel de abstracción mayor es posible  identificar como trasfondo de los linchamientos, y de las hipótesis anteriormente discutidas, dos factores recurrentes: a) una fuerte vulnerabilidad socioeconómica, en cuanto la enorme mayoría de los linchamientos tiene lugar en escenarios de generalizado empobrecimiento y precariedad social; b) un vacío de Estado tanto en lo que toca a la eficacia de su desempeño como a su legitimidad. Ambos aspectos están obviamente interrelacionados: el mundo de inseguridad y precariedad en el que se escenifican los linchamientos debe mucho al modo en que el poder y las agencias del Estado se relacionan con la sociedad y actúan en determinados escenarios y con relación a los actores sociales que se desenvuelven en ellos.

 

En trabajos anteriores me he referido a la gravitación de los escenarios de deterioro social en la comisión de linchamientos (Vilas 2001a, 2001b, 2002) y el asunto es señalado también por otros autores (por ejemplo Clark 2004; Handy 2004; Goldstein 2003; Mendoza y Torres Rivas 2003; Rodriguez Guillén 2002; Guerrero 2000; Garay Montañés 1998).

 

Un rasgo típico de la intervención del Estado en estos escenarios es su carácter eminentemente represivo. Ciertamente, el Estado está presente a través de un conjunto de agencias que despliegan un poder coactivo, incluyendo el ejercicio de violencia física sobre personas y propiedades. Pero ese despliegue es valorado como ilegítimo por quienes desarrollan sus existencias en esos escenarios y de una u otra manera resultan involucrados o afectados por el linchamiento. El Estado no llega, llega tarde o llega mal. A esto se agrega la retracción del poder infraestructural, a que ya se hizo mención, como efecto de las reformas institucionales y los programas neoliberales de ajuste macroeconómico, privatizaciones, desregulación, etcétera.

 

Los linchamientos no aparecieron en la década de 1980 con la implementación de las políticas neoliberales, pero el número creciente de hechos de este tipo en los últimos veinte años guarda una relación clara con los escenarios sociales y políticos de la modernización excluyente neoliberal. En México mi investigación reveló 103 linchamientos entre 1987 y mediados de 1998 (un promedio de algo más de 9 casos por año), pero un relevamiento posterior indica 222 casos entre 1991 y 2003, duplicando el promedio anual a 18 casos. Los antecedentes más notorios de los linchamientos de las décadas de 1980 y siguientes son los de los maestros de la “educación socialista” en la década de 1930, en el marco de las tensiones y desajustes de la vida rural provocadas por la aceleración de la reforma agraria, y el linchamiento de estudiantes universitarios en el poblado de Canoa (Estado de Puebla) en septiembre 1968, en momentos en que las movilizaciones estudiantiles en la Ciudad de México ponían en jaque al gobierno nacional (Vilas 2001a). En Venezuela fuentes periodísticas informaron de 22 asesinados y 107 heridos por linchamientos en 1999-2000, y de 62 muertos y 102 heridos por hechos similares en 2000-2001. En Brasil se ha estimado que durante la década de 1990 la cifra de linchamientos habría superado los 350 solamente en la ciudad de San Pablo. En Argentina se cometieron una docena de linchamientos entre 2001 y principios de 2003, un periodo de crisis profunda e intensa agitación social (Vilas 2005).

 

Desde la perspectiva de quienes linchan el Estado protege a los delincuentes (ladrones, violadores, asesinos, funcionarios corruptos, secuestradores de niños, brujos…), retarda o deniega la administración de justicia, abusa de la gente honesta, protege a los infractores y deja sin protección ni atención a los necesitados y los honestos. El Estado se deslegitima porque la legitimidad tiene implícita una noción de equilibrio entre lo que los individuos aportan al conjunto social y lo que éste entrega a cambio; en el fondo, tiene que ver con un concepto básico de justicia y reciprocidad (Levi 1982; Connolly 1984; Moore 1989; Beetham 1991; Vilas 2001a; etc.). La construcción social del concepto de legitimidad no es espontánea; contribuye decisivamente a ella un número amplio de agencias de socialización formal e informal (escuelas, iglesias, grupos de parentesco, organizaciones políticas, medios de difusión…), así como las experiencias concretas de la vida diaria –los microfundamentos cotidianos de la legitimidad—contra las cuales se pone a prueba la validez las interpretaciones planteadas por aquéllas.

 

Desde Aristóteles hasta nuestros días existe amplio consenso en el sentido que la deslegitimación del Estado es una de las causas más evidentes de las revoluciones y otras formas de cambio político y social violento. La hipótesis que ve en los linchamientos –incluso en aquéllos que son detonados por delitos comunes—verdaderas micro revoluciones, en cuanto contestación de un poder estatal vivido como opresivo e injusto, entronca en esta corriente de interpretación. La población asume o retiene funciones punitivas que el Estado ha declinado por su propia incapacidad o ineficacia, o que ejerce de manera contraria a lo que la población considera legítimo y justo, y disputa esferas de poder al Estado. Debe destacarse sin embargo que todos los linchamientos que abonaron el análisis desarrollado en este capítulo tuvieron lugar en países con sistemas considerados democráticos: convocatoria periódica a elecciones, separación de poderes, constituciones que garantizan derechos y garantías individuales, etcétera. Un asunto que vuelve a destacar la enorme distancia que puede llegar a mediar entre el principio formal de legalidad y los criterios sustantivos de legitimidad y que excede en mucho los objetivos de este texto.

 

En casos extremos como la mayor parte de los linchamientos analizados en este capítulo,  el Estado desaparece en el conjunto de sus dimensiones constitutivas: como poder coactivo y de control territorial, como institucionalización de relaciones de poder y articulador de conductas sociales,  y como generador de identidades cívicas. Es muy alto el número de linchamientos en los que la muchedumbre arranca a sus víctimas de las autoridades policiales o judiciales que intentan resguardarlas de la ira de la comunidad o barrio, o se enfrenta violentamente a ellas, impide su ingreso, las retiene o las expulsa.

 

De este vacío de Estado resultan víctimas todos los que de una u otra manera participan o resultan involucrados en los linchamientos. Algunos de los casos referidos a lo largo de este capítulo dan testimonio especialmente explícito de esta doble ausencia de Estado: la policía mexicana que demora más de tres horas en intervenir para interrumpir el linchamiento de varios colegas en San Juan Ixtayopan “por falta de órdenes”;[36] el gobernador del estado de Hidalgo que se hace presente en medio del linchamiento de Huejutla y no logra detener el crimen porque la gente no reconoce su autoridad;[37] los alcaldes Robles y Altamirano que, amenazados de muerte, reclaman del Estado una protección que éste rehúsa a darles, y los tribunales distritales o de la capital del país que demoran indefinidamente el tratamiento de las denuncias formuladas contra ellos; la alcaldesa de Colquencha (localidad vecina a Ayo Ayo) que declara “No quiero caminar sola, pido garantías” y el Ministro de Gobierno de Bolivia que recomienda a las personas que se sientan amenazadas por la violencia en Ayo Ayo que abandonen la población.[38]  La concejala Plácida Quispe Calle, testigo del secuestro de Altamirano “declaró que fue a la Policía Técnica Judicial (PTJ) a denunciar el secuestro y el fiscal de turno se negó a cooperar argumentando que no existían suficientes efectivos policiales para trasladarse al lugar de los hechos”.[39] Linchadores y linchados, víctimas y victimarios, actores y espectadores, todos claman por la intervención de un Estado que no ve, no oye y no actúa.

 

El vacío estatal en que ocurren lo linchamientos destaca el lado perverso de la “sociedad civil” y del “capital social”. Del mismo modo que el Estado puede ser el amigo de la ciudadanía pero también su enemigo, la urdimbre de interacciones y solidaridades que dinamizan el tejido social puede ser sustento tanto de las manifestaciones más constructivas de la cooperación humana como de sus expresiones más brutales y perversas.

 

Como cualquier otro enfoque represivo de la delincuencia y la inseguridad, el linchamiento opera sobre los síntomas del problema; soslaya la desarticulación e incluso la consideración de sus posibles causas. Los linchamientos son típicos de ambientes de pobreza y vulnerabilidad social, pero las acciones que se reclaman al Estado para poner fin a la inseguridad, y las que ante la pasividad o ineficacia del Estado emprenden los particulares, son fundamentalmente de tipo punitivo: mayor despliegue policial, “mano dura” con los delincuentes, aceleración de los procesos judiciales, aumento de las penas, cárceles más seguras, y otras. En el fondo, parece reclamarse un Estado que actúe de la misma manera que los enfurecidos vecinos. De ahí que sea tan frecuente que los linchamientos incluyan ataques a las autoridades que intentan impedirlos. Los reclamos de los airados vecinos rara vez incluyen la adopción de acciones públicas de justicia social que contribuyan a la transformación de los escenarios de inseguridad, pobreza, violencia e inequidad atacando sus causas. Tampoco incluyen reclamos de acción pública contra otras formas de inseguridad y delito que, si bien de manera indirecta, afectan sus condiciones de vida tanto o más que los que los mueven al linchamiento: la evasión tributaria, la apropiación privada de fondos públicos, el vaciamiento de empresas, y otras modalidades del delito corporativo o de “guante blanco”.

 

Aprisionados en el microuniverso de lo inmediato y a las percepciones sensibles de la cotidianeidad, los pobres reclaman justicia contra los pobres y descargan furia, ejercen violencia y se desangran entre sí. El linchamiento se revela así más que como una desesperada búsqueda de justicia y seguridad, como un crimen de pobres y desposeídos contra otros pobres y desposeídos en escenarios construidos y usufructuados por los ricos y los poderosos.

 

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(*) Profesor de Estudios de Postgrado, Universidad Nacional de Lanús (Argentina). Publicado en Raúl Rodriguez Guillén y Juan Mora Heredia (comps.) Los         linchamientos en México. México: UAM-A/Eón Ediciones, 2006:73-108.

[1] Vid de Souza Martins (1996) Vilas (2001a, 2001b), Gutiérrez (2003), Handy (2004) respecto de esta articulación entre espontaneidad y organización.

[2] “Descorporización de la víctima”  llama Guerrero (2000) a este tipo brutal de castigo físico. 

[3] “Lo volveríamos a hacer, no una ni dos veces, sino hasta seis si es necesario” declaró a la prensa una habitante de San Juan Ixtayopan refiriéndose al linchamiento de tres personas que días antes tuvo lugar en su vecindad (El Sol de México, 9 de diciembre 2004).  “Es que no se vale… si los soltamos van a regresar a robar de nuevo” justificó un poblador de Santa Magdalena Petlacalco (Tlalpan, Ciudad de México) el linchamiento de un ladrón (La Jornada, 27 de julio 2001). “A los ladrones hay que matarlos. Nos roban y nadie hace nada”  afirmó un obrero de la construcción tras el linchamiento de un ladrón en El Alto, Bolivia (La Razón, 4 de enero 2005). “…estos chicos ya habían participado en otros hechos delictivos. Hicieron de todo. Ya es el colmo. Siento orgullo por la actitud de mi pueblo” justificó una vecina de Arequito (Pcia. de Santa Fe, Argentina) el intento de linchamiento de dos presuntos asesinos (La Nación, 17 de junio 2003).  “No vas a volver a violar a nadie” gritaban quienes lincharon a un presunto violador en el Gran Buenos Aires (Crónica, 16 de enero 2003). “La única forma de eliminar a las maras (pandillas) es lincharlos… Hay que unirnos en los barrios y lincharlos” reclamó un vecino de Alta Verapaz, Guatemala (La Hora, 18 de octubre 2002). “Prohibido entrar rateros bajo pena de masacre” reza un letrero puesto en la reja que cierra una calle del barrio San Martín de Porres, en Lima (Perú 21, 22 de noviembre 2004).

[4] “Nos han robado, nos asaltan, violan a nuestras mujeres. La policía no hace nada, no tenemos ninguna vigilancia. No nos dejan salida”: declaraciones de un vecino de Milpa Alta (México DF) justificando el linchamiento de dos asaltantes (La Jornada, 6 de diciembre 2002).

[5] “Desde cuando estaba en el cuartel yo participo en linchamientos. En el primer lugar que intervine fue en mi comunidad de Oruro, donde salí a ayudar de civil”. Declaración de Agustín Chino, albañil y ex policía al diario La Razón (La Paz) 4 de enero 2005. Mendoza (2003:101-102) y López García (2003:219) señalan la instigación de muchos linchamientos en Guatemala por individuos pertenecientes a cuerpos policiales o que integraron estructuras represivas durante la guerra contrainsurgente.

[6] Por ejemplo, en San Juan Ixtayopan (Delegación Tlalpan de la Ciudad de México) en noviembre 2004, el linchamiento de tres policías se prolongó durante horas y fue trasmitido a todo el país por un canal de televisión cuyos reporteros se habían hecho presentes en el lugar. Pese a la notoriedad inmediata del suceso la policía tardó varias horas en arribar en defensa de sus colegas; cuando lo hizo, dos de los tres hombres habían perecido quemados, tras varias horas de suplicio. La reflexión de un vecino releva de comentarios “Si no fueron capaces de venir a salvar a los suyos, ¿que pueden esperar los pueblos?”. La Jornada, 24 de noviembre 2004 y días siguientes.

[7] En abril 2000 un grupo de turistas japoneses que visitaba el mercado de la aldea de Todos Santos Cuchumatán (Guatemala) fue rodeado por pobladores del lugar y atacado con piedras y garrotes, provocando la muerte de uno de los turistas y del conductor del bus que los transportaba. El ataque obedeció a la creencia que los turistas intentaban robar niños de la comunidad (cable de la agencia Reuters, 30 de abril 2000; La Prensa Gráfica, 3 de mayo 2000). En octubre 2004 enardecidos vecinos de la localidad de Azángaro (Perú) quemaron vivo a un individuo acusado de robar un cilindro de gas de un comercio del ramo. Se comprobó posteriormente que el hombre no había cometido tal robo, y que el linchamiento ocurrió en el marco de una profunda agitación local provocada por el asesinato, días antes, de un docente de mucho prestigio en la zona. Según la policía, el  linchamiento habría sido dirigido por familiares del docente (Cable de la agencia Associated Press, 7 de octubre 2004, y El Comercio, Lima, 8 de octubre 2004). También resultaron inocentes los dos hombres linchados en Huejutla (Hidalgo, México) en marzo 1998 (La Jornada, 30 de marzo 1998). 

[8] Felipe Quispe, dirigente de una de las tendencias más radicalizadas del nacionalismo aymara en Bolivia debió reconocer, después de haber justificado el asesinato por linchamiento del alcalde de Ayo Ayo, que “La justicia comunitaria no mata. Ellos (los comuneros) han exagerado. En la justicia comunitaria se castiga con «itapallo» o de otra forma, pero no se acaba con la vida”. Diario Río Negro, 17 de junio 2004. En el mismo sentido declaraciones del diputado y dirigente campesino Evo Morales en  El Diario (Cochabamba), 17 de junio 2004. Juan Gabriel Bautista, diputado del Movimiento Indígena Pachacuti (MIP) de Bolivia apunta a cierta discriminación racista en algunos enfoques del asunto: “se sataniza y criminaliza a los movimientos indígenas y nos muestran a los aymaras y quechuas como unos animales. Cuando el ex presidente Gonzalo Sánchez de Losada masacró al pueblo como sucedió en octubre (2003) no se sataniza y por el contrario arguyen el cumplimiento del Estado de derecho” El Diario (Cochabamba) 17 de junio 2004.

[9] Según Garay Montañés (1998) la descripción de los castigos usados por los antiguos pobladores peruanos guarda similitud con los que actualmente se emplean para linchar a un delincuente. Hinojosa Zambrana (2004) parece coincidir con esta opinión en su análisis de los linchamientos recientes en Bolivia. Para Mendoza (2003) no hay prueba de que los linchamientos tengan relación con el derecho comunitario en Guatemala, y es difícil encontrar algún caso en que los indígenas hayan recurrido a castigos brutales (azotes en público, cremación en vida, ahorcamiento, etc.) similares a los que ellos mismos sufrieron durante la conquista y la colonia.  En México el encuadramiento de los linchamientos en supuestos usos y costumbres suscitó debates con motivo del linchamiento del ladrón de un templo en Magdalena Petlacalco (Tlalpan, Ciudad de México) en julio 2001. Vid La Jornada 28 de julio y 1 de agosto 2001, y Ramírez Cuevas (2002).

[10] A título ilustrativo cabe citar el estudio de  Martínez Rubalcava (1987) sobre la adaptación del sistema de cargos a las cambiantes circunstancias políticas y socioeconómicas a través de los siglos.

[11] La Constitución de México establece que “En los juicios y procedimientos agrarios en que aquéllos (los pueblos indígenas) sean parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres en los términos que establezca la ley” (art. 4). En Bolivia el art. 171 de la Constitución establece que las autoridades naturales de las comunidades indígenas y campesinas podrán ejercer funciones de administración y aplicación de normas propias como solución alternativa de conflictos en conformidad a sus costumbres y procedimientos, siempre que no sean  contrarias a la Constitución y las leyes, aunque cierta ambigüedad en el Código de Procedimientos Penales ha dado pie a interpretaciones que en algunos casos han permitido aceptar el linchamiento de delincuentes (del Álamo 2004). Por su parte la Constitución de Perú reconoce el derecho al respeto de la identidad étnica y cultural (art. 2), siempre que no se vulneren derechos fundamentales. En art. 149 sobre la facultad de administrar justicia reconoce el pluralismo jurídico; admite que en el territorio de una comunidad campesina o indígena muchos conflictos sean resueltos por sus autoridades naturales según el derecho consuetudinario, de manera eficaz y gratuita siempre que se respeten los derechos fundamentales de las personas. Estas reservas son acordes con el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes (art. 8) (González Galván 1994).

[12] En el municipio de Quillacallo (Bolivia) las autoridades municipales/comunitarias han establecido un esquema de sanciones para los malos funcionarios que evoluciona desde el castigo simbólico al físico, de conformidad a la gravedad de la ofensa y su reiteración. El nivel más bajo corresponde al “Plan pollera”: los malos funcionarios son obligados a marchar por las calles del municipio vestidos de mujer o con prendas ridículas. El segundo nivel corresponde al “Plan goma”: el acusado  debe trotar ante el público en el  estadio de fútbol, con una goma de automóvil alrededor de su cuello. El grado máximo de pena es el “Plan Ith´apallo” consistente en desnudar al acusado y aplicarle azotes con una hierba extremadamente urticante (ith’ apallo o itapallo). La Razón (La Paz) 16 de abril 2004.

[13] Es muy frecuente que, cuando la víctima del linchamiento es miembro de la comunidad, su ejecución cuente con la autorización de un familiar. El 10 de noviembre 1995 habitantes del poblado indígena de Xoxocotla (estado de Morelos, México) lincharon a un sujeto acusado de violar y lesionar a una mujer. El violador, que pertenecía al poblado, se había escondido y fue entregado por su propio padre. Fue apaleado y finalmente asesinado de un disparo, después de confesar ante unos mil pobladores su responsabilidad en el secuestro y violación de la muchacha. Sus dos cómplices lograron escapar. En el poblado de La Honda (Estado de Zacatecas, México) un hombre públicamente considerado subnormal fue muerto a golpes acusado de secuestrar a su propia hija, de pocos meses, y dejarla morir por abandono. Su esposa, madre de la niña, dio su consentimiento al linchamiento (Vilas 2001a).          

[14] Esta reinvención o reinterpretación de conceptos e historias no es en modo alguno privativo de las organizaciones indígenas ni debe ser entendida en sentido crítico. Hace varios años analicé el despliegue de estos procedimientos cognitivos y discursivos en algunas organizaciones revolucionarias (vid Vilas 1989, capítulo II).

[15] Por ejemplo, a finales de mayo 2000 un conflicto entre familias en un caserío en los Andes centrales peruanos condujo al asesinato de 22 miembros de una de las familias, incluyendo 14 niños de entre uno y 13 años. Las víctimas fueron brutalmente golpeadas antes de ser muertas por armas de fuego (Páez 2000).

[16] Rodríguez Rabanal (1995) presenta un estudio sicoanalítico del impacto de la violencia de esos años en niños y adultos.

[17] Diario Perú 21 (Lima) 25 de octubre 2004.           

[18] La Nación (Santiago de Chile) 16 y 24 de noviembre 2004.

[19] La Misión de la ONU en Guatemala (MINUGUA) contabilizó más de 400 linchamientos en el periodo 1996-2002, con un saldo de 354 muertos y 894 heridos de consideración (MINUGUA 2002). Una encuesta reveló un alto grado de aceptación del recurso a la “justicia por mano propia” –no exclusivamente linchamientos—en el enfrentamiento a delitos.

[20] Un militar retirado declaró a la Comisión para el Esclarecimiento Histórico que “el concepto de las fuerzas de tarea era que de los Cuchumatanes para el norte, todos eran enemigos” (apud González 2003:182).       

[21] Geertz observó situaciones similares en las masacres “anticomunistas” en Indonesia después del derrocamiento del gobierno de Sukarno (Geertz (1987).

[22] Por ejemplo, en San Carlos Las Brisas, municipio de Barillas, el 27 de junio 1981 el ejército reunió  a unos 200 patrulleros y comisionados militares del área, a quienes obligó a participar en la ejecución pública de diez hombres, y luego mutilar los cadáveres. “Entonces, soldados, patrulleros y comisionados empezaron a machetear los cadáveres hasta que sólo quedaron pedazos” (González 2003:182). “Los soldados sacaron a nuestras esposas de la iglesia en grupos de diez o veinte. Después doce o trece soldados fueron a nuestras casas y violaron a nuestras esposas. Cuando terminaron las mataron, y quemaron las casas. Los niños habían quedado encerrados en la iglesia. Lloraban, nuestros pobres niños estaban gritando. Nos llamaban, y algunos de los más grandes se daban cuenta que estaban matando a sus mamás, y gritaban y nos llamaban a nosotros… (Los soldados) sacaron a los niños, y los mataron con las bayonetas. Nosotros pudimos verlo. Los agarraban del pelo y les abrían el vientre y les sacaban las vísceras, y los niños todavía gritaban. Cuando terminaban con unos los tiraban dentro de las casas e iban por más (…). Después siguieron con los viejos (…) los subieron a una tarima y los mataron a machetazos (…) Después siguieron con los adultos…”. Testimonio de un sobreviviente de la masacre de la Finca San Francisco (departamento de Huehuetenango) el 17 de julio de 1982 (Anthropology Resource Center 1983:36-37).                          

[23] “Les echamos gasolina, pero también llantas y diesel, para que se quemaran más porque también se dedicaban a violar y matar” justificaron los linchadores  de dos supuestos asaltantes en Izabal, Guatemala (Prensa Libre, 2 de agosto 2003).

[24] Ilave es un municipio en la zona de Puno, con una población de alrededor de 75.000 habitantes, la mayoría de cultura aymara. Tres cuartas partes de esa población vive en el campo, en condiciones de pobreza.

[25] El enfrentamiento entre Patria Roja y Puka Llacta es de larga data, no se reduce al municipio de Ilave, y se caracterizó siempre por su extrema virulencia. Las fuerzas políticas enfrentadas en Ilave han protagonizado fuertes enfrentamientos por la conducción nacional del SUTEP, el sindicato que nuclea a los maestros, y la Federación de Estudiantes del Perú. Patria Roja es una de las escisiones de inspiración maoísta que el Partido Comunista del Perú (PCP) sufrió en la década de 1960. En la década de 1970 el PCP “Patria Roja” se fracturó en dos organizaciones: la que conservó la denominación y la que pasó a llamarse Partido Comunista del Perú “Puka Llacta” (Pueblo Rojo) inspirado en la tesis de la guerra popular. Según Renique (2004) ambas organizaciones, de arraigo fuerte en Puno, congregan a  maestros, técnicos y profesionales de origen campesino formados en  las décadas de 1970 y 1980 en la Universidad del Altiplano, así como a hijos de  hacendados empobrecidos.   

[26] Uno de los concejales opositores a Robles habría declarado, en la segunda sesión que “la muerte también es causal de vacancia”: Perú 21, 27 de abril 2004.

[27] Clarín, 28 y 30 de abril 2004.

[28] Solamente en el año 2003 el municipio administró más de un millón de dólares en concepto de coparticipación tributaria, pero entre 2001 y 2003 la inversión municipal fue cero: El Deber (Santa Cruz de la Sierra), 16 de junio 2004.

[29] La Razón (La Paz) 18 de junio 2004. El MST es el Movimiento Sin Tierra, organización de campesinos sin tierra de fuerte presencia en toda la región. El Ministerio de la Participación Popular, creado como parte del programa neoliberal del presidente Gonzalo Sánchez de Losada, canaliza fondos líquidos del Ministerio de Hacienda a los municipios. Ayo Ayo es la cuna del célebre “temible Zarate Willa”, un indio aymara que a finales del siglo 19 era el terror del ejército en la llamada revolución federal boliviana.

[30] “Si es posible, que se cierre esta Participación popular. Antes no peleábamos y hoy en día peleamos por una migaja y nos olvidamos de la nación” dijo la concejala Plácida Quispe (partidaria y nuera de Altamirano y sobreviviente del secuestro). La Razón (La Paz) 17 de junio 2004. Según la Oficina de Fortalecimiento de la Gestión Municipal del Ministerio de Participación Popular “cada día llega al menos una denuncia de corrupción contra autoridades municipales presentada por organizaciones cívicas”. Un 80% del total de denuncias se refiere a  corrupción en el manejo de fondos, en la compra de insumos y de equipamiento, y similares. La misma fuente estimó que a principios de 2004 unos cuarenta municipios tenían sus cuentas congeladas porque sus responsables no justificaron el uso del dinero asignado por el Estado. Como resultado de esto sus actividades están casi paralizadas, con el lógico descontento de sus habitantes.

[31] La Razón (La Paz), 18 de junio 2004.

[32] “Llegó la justicia divina (…) este alcalde nos ha robado, nunca hizo obras”. Declaraciones del Sr.  Willy Mejía Ramírez Llanos, presidente de Junta de Vecinos de Ayo Ayo al diario El Deber, (Santa Cruz de la Sierra) 16 de junio 2004.

[33] La Razón, La Paz, 17 de junio 2004 y El País, Cochabamba, 17 y 18 de junio 2004.

[34] Perú 21, 27 de abril 2004; Expreso, 29 de abril 2004.

[35] Las fuerzas políticas enfrentadas en Ilave han protagonizado fuertes enfrentamientos por la conducción nacional del SUTEP, el sindicato que nuclea a los maestros, y la FEP (Federación de Estudiantes del Perú). Patria Roja es una de las escisiones de inspiración maoísta que el Partido Comunista del Perú (PCP) sufrió en la década de 1960. En la década de 1970 el PCP “Patria Roja” se fracturó en dos organizaciones: la que conservó la denominación y la que pasó a llamarse Partido Comunista del Perú “Puka Llacta” (Pueblo Rojo) inspirado en la tesis de la guerra popular. Según Renique (2004) ambas organizaciones, de arraigo fuerte en Puno, congregan a  maestros, técnicos y profesionales de origen campesino formados en  las décadas de 1970 y 1980 en la Universidad del Altiplano, así como a hijos de  hacendados empobrecidos.   

[36] La Jornada, 24 y 26 de noviembre 2004.

[37] La Jornada, 27 de marzo 1998.

[38] La Razón (La Paz) 16 y 17 de junio.

[39] El Diario (La Paz) 16 de junio 2004.

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